El lenguaje de las ciudades | Por Francisco González Cruz

 

Francisco González Cruz

El 15 de febrero pasado cumplió Valera 203 años, un día después de la celebración de los enamorados, o del amor y la amistad. No celebra la joven ciudad trujillana el día de su fundación, puesto que no fue fundada con “el ceremonial de estilo”, sino que emergió en el cruce de caminos más importante del territorio trujillano, en la dilatada terraza que conforman los sedimentos de sus tres ríos: el Motatán, el Momboy y el Escuque.

Uno no se explica cómo los antiguos Cuicas y luego los colonizadores hispanos cruzaban la meseta sin detenerse, fundando sus pueblos en lugares o más frescos o más calientes, pero nunca aquí. Hasta que, en plena guerra a muerte, que determinó la feroz proclama firmada por Bolívar en estas tierras, y sufrida más que ningún otro lugar de la naciente república, vienen unos vecinos de esta aldea de casas dispersas a emprender una ciudad.

 

 

De tal manera que Valera nace por iniciativa de los que vivían en este “sitio”, hasta que el 15 de febrero de 1820 el Obispo Rafael Lasso de la Vega la erige en parroquia eclesiástica, adquiriendo el estatus de ciudad por mérito propio. Ya vendrán los procedimientos oficiales que la reconocen como parroquia civil y luego municipio, y hasta capital del Estado Trujillo en los primeros tiempos de Cipriano Castro, título que nunca pretendió ni le gustó.

Valera nació como un acto de amor de los que vivían en este sitio, y por amor prosperó. Por eso, la víspera del 15 de febrero los valeranos, convocados por el Ateneo de Valera nos reunimos a conversar “Por amor a Valera”, esta vez en torno a dos preguntas: ¿Hacia dónde va Valera? y ¿Hacia dónde debe ir Valera? En el salón de conferencias de la Asociación de Comerciantes e Industriales de Valera -Acoinva-, prestigiosa institución que pronto cumplirá 60 años de existencia, se desarrolló el conversatorio. Ya sabemos que la sede del Ateneo fue secuestrada en tiempos del alcalde Temístocles Cabezas, y entregada a entidades ajenas a sus legítimos dueños.

Parte de la conversación giró sobre la calidad del lenguaje de los valeranos y si esas conversaciones ayudan o no a la Valera posible. Eladio Muchacho Unda, editor del Diario de los Andes, planteó: “La definición de procesos y la coordinación de acciones los seres humanos la hacemos CONVERSANDO, es por ello que debemos revisar cuan diestros somos los valeranos cuando de CONVERSAR se trata”; para agregar luego: “Tanto de las conversaciones que se producen, como de las conversaciones que deberían darse pero no se dan y son necesarias para la transformación y el desarrollo posible”.

El lenguaje de la ciudad es en gran parte el de sus ciudadanos. Evidentemente el predominio de las conversaciones – y las escuchas – positivas, estimulantes y proactivas serán propias de una colectividad ciudadana mucho mejor que el de otra donde predominan las palabras tóxicas. Las palabras son muy poderosas y por sí mismas crean realidades. Una palabra que descalifica y agrede causa mucho daño, pero una que enaltece y premia hace mucho bien. Incluso cuando se hace un reclamo, si se hace adecuadamente, da mejores resultados.

No sólo las personas que habitan las ciudades tienen su lenguaje, pues la propia ciudad habla, con sus calles y edificios, con sus plazas y parques, sus lugares públicos y con sus servicios como el transporte, por ejemplo. Alguien dijo que cada casa es una palabra, cada cuadra una frase, la manzana una oración. Y así la ciudad construye sus textos que, como todos los textos, cada quien lee o dice según su particular manera de ser.

Los múltiples elementos de la ciudad, su clima, su forma, su historia, sus relaciones, funciones, símbolos, leyendas, costumbres y su cultura generan identidades, que pueden llegar a constituir una síntesis, difusa o precisa, que la identifica. Hay ciudades que expresan su carácter alegre o serio, innovador o tradicional, abierto o cerrado. La ciudad canta y tiene sus lamentos, ríe y llora.

¿Qué nos dice su entorno? ¿Qué nos dicen sus ríos? ¿Qué nos dicen sus distintas barriadas? ¿Qué nos dicen sus centros históricos? ¿Y sus nuevos espacios? ¿Su mantenimiento? ¿Sus parques y jardines? ¿Su transporte? ¿Sus mercados? ¿Sus edificios y sus casas?

La ciudad entonces tiene un lenguaje, o, mejor dicho: lenguajes. Cada sector, cada calle o avenida, cada parque tiene en sus formas y colores, en sus olores, en sus actividades y en su gente, unos mensajes. Cada parte de la ciudad habla. Pero toda ella algo dice en toda su enorme diversidad. De allí que su solo nombre evoca lo sustantivo de la ciudad. Su identidad. O como se dice ahora en tiempos de mercantilismo: su marca. La ciudad puede ser leída por sus habitantes, pero también por los visitantes, cercanos o lejanos, que a ella vienen. “La ciudad luz”, “La ciudad eterna”, “La meca del juego”, “La ciudad tres veces santa”, “La gran manzana”, “La ciudad prohibida” son apelativos de ciudades que todo el mundo identifica como París, Roma, Las Vegas, Jerusalén, Nueva York o Pekín.

Nosotros hablamos en la ciudad y de la ciudad. Y ella habla de nosotros.

 

 

 

 

 

 

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