Por Judith Valderrama
La infancia es solo remembranza cuando sé es adulto, pero el corazón guarda lo que más se ama de esa época dorada del hombre. Aunque ya de ese pasado no quedé nada en pie y para muchos suceda como en La Hojarasca de Gabriel García Márquez, solo un fantasma del recuerdo, un Macondo de 100 Años, pero esta vez de lo que fue la siembra y recolección del café en el municipio San Cristóbal, del Táchira.
“Fue una experiencia muy bonita de niño. Desde muy pequeñito comencé a trabajar en el campo y a cultivar. Desde los 5 años de edad uno ya hacía trabajos de campo, por ejemplo buscar el caballo, dar de comer a los cochinos, las gallinas, traer la leña, dar agua a las vacas. Cuando era más grandecito hacía trabajos propios de la cosecha, como coger café, charapear y los trabajos de campo”.
Así lo narra Miguel Ángel Jaimes Vivas, hoy un intelectual dedicado a la educación y sus pacientes, porque estudió filosofía y teología, pedagogía y psicología, cambió sus idas al cafetal por idas al y liceo y a la universidad, pero dice que en su corazón está dibujado palmo a palmo lo que era la finca donde se crío, El Encanto, ubicada en el municipio San Cristóbal, en Macanillo.
En los tiempos en que se producía café en el Táchira masivamente era imposible pensar que un día la próspera finca El Encanto sería solo rastrojo y monte, porque como narra Miguel Ángel, en tiempo de cosechas al menos 50 hombres recogían la producción y habitaban la casa grande.
Se comenzaba a caminar y a trabajar
“En la finca de mi familia, de papá y mamá, se producían en ese tiempo, lo menos, 50 cargas de café, es decir, 120 bultos de 60 kilogramos cada una. Ese era el sustento familiar. Con eso mis padres sustentaban a los 10 muchachos que éramos nosotros. El tiempo de recolecta comenzaba en septiembre y el trabajo se extendía hasta noviembre de cada año. Todos trabajábamos casi desde que comenzamos a caminar, además era un trabajo que habíamos heredado. Mis abuelos paternos fueron dueños de varias fincas y El Encanto, donde vivíamos fue la principal. La casa donde se criaron mis 20 tíos, nacidos de María de las Nieves, como se llamaba mi nona (abuela)”.
Relata que ellos eran 10 hermanos y unos primos que vivían en la finca, todos trabajaban en la cosecha del café y ayudaban con su obra a mermar el pago de obreros.
Miguel Jaimes, detiene su historia porque debe atender a un niño que le llama desde Ecuador, es su paciente y debe reprogramar una cita como psicólogo, luego se incorpora y habla de lo que significó criarse en una finca cafetalera durante los años de 1960, 70’ y parte de los 80, cuando ya vivía en la ciudad, pero en las vacaciones escolares corría a El Encanto a trabajar y reunirse con su familia.
“Fue una época muy bonita, no solo para mi como niño, sino para toda la zona rural tachirense donde se producía mucho café de alta calidad que se vendía en la ciudad en las llamadas “pacas”, y luego se exportaba el producto, otro tanto quedaba en Venezuela”.
Aquellas grandes fincas eran una belleza, producían mucho, cuenta con nostalgia Miguel Ángel, mientras procura llamar a su casa paterna en la ciudad, para que revisen los álbumes que dejaron sus padres, ya fallecidos. Pero las noticias al otro lado del hilo telefónico no son muy buenas, tampoco queda mucho de El Encanto en fotos, reproducen algunas fotos que con el paso de las décadas no se dejan ver muy bien.
“Mi papá vendió la finca y se vino a la ciudad, ya no se producía mucho. Montó una bodeguita de víveres en San Cristóbal y con lo que producía allí, de eso vivía, y ya con los hijos -mis hermanos- adultos e idos a la capital casi todos, papá no podía seguir en la finca”. El hombre que compró la finca al poco tiempo la abandonó, ya moría la producción cafetalera en la dimensión que se conoció en Táchira -recuerda Jaimes-, que incluso fue el principal rubro de Venezuela antes del petróleo y aún después era próspera la producción, pero como no se apoyó más el campo lo condenaron a morir, señala.
Con tristeza dice Jaimes, que de El Encanto no queda nada, hasta la casa grande ayer llena de gente, de familia y de trabajadores, no es sino el recuerdo. Café, más nunca, “es doloroso pensarlo, como no es nada ya, nadie imaginaría todo lo que fue. Era imposible pensar que unos años más tarde no habría nada”.
Rememora los patios inmensos que de niño le parecían infinitos y era donde se tostaba el café, el tanque grande que hacía de piscina y también protagonista en la cosecha, los cafetales que en su finca terminaban en una quebrada, La Chaucha, la que Miguel Ángel teme que tampoco exista, pero era el centro de recreación de los obreros y de las muchachas que también recogían café o se contrataban para la cocina.
“Los domingos que se descansaba todos se vestían con sus mejores galas, si venía el padre había misa, sino era buena la bodega de Nicéforo y Gregoriana donde los obreros tomaban guarapo o miche y sacaban a bailar a las mujeres. Así era todo, hasta temprano, porque al otro día mucho antes que despuntara el sol ya había ruido en la finca porque los trabajadores tomaban café y comenzaban la jornada, que solo detenían con el desayuno, almuerzo y cena del día”.
“Venimos del café, lo era todo”
Miguel Ángel cuenta que el café era todo en su vida infantil, “pero no sólo para mí, lo fue para todos, para mis abuelos, los padres de ellos y para mis padres. Hoy no es nada, sólo una taza de café que me tomó cada día antes de salir a mi jornada y una que otra que en el día se me presenta y me dice sin hablar, que de ahí vengo, de lo que fue el café para nosotros. En medio de esa finca y su producción se enamoraron mis padres, se casaron, nos criaron y educaron. Venimos del café. Del café. Somos café en el corazón”.
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