Raúl Díaz Castañeda
En 1958, al llegar a Valera, a la que no conocía y sin imaginar que me quedaría en ella hasta el sol de hoy, la ciudad tenía unos cuarenta mil habitantes (habida cuenta del censo de 1950 que mostró 24.733). Me pareció muy amigable, dinámica de compra venta en torno a su mercado municipal palpitante con la alegría de la tierra, en crecimiento pero de poca altura en lo arquitectónico y con muchos solares baldíos. La última de las fundadas en el estado Trujillo; apenas 138 años de sudorosa existencia.
Llegaba yo, con otros jóvenes médicos recién graduados, un grupo de también muy jóvenes enfermeras profesionales y algunos técnicos en el área mecánica, a poner en funcionamiento el recién inaugurado Hospital Central, hoy Hospital Pedro Emilio Carrillo.
Hasta ese momento la salud pública hospitalaria se daba en el heroico Nuestra Señora de la Paz con buenos doctores veteranos que más con la voluntad que con recursos y con la ayuda de monjas sostenían una modesta actividad asistencial, continuando el terco empeño que en él puso su fundador, el inmigrante italiano don Domingo Giacopini.
Por muchos años ese silencioso y limpio hospitalito fue el paño de lágrimas de los enfermos de la urbe y las poblaciones vecinas, pero en el comienzo de la década de los 50 sus doctores, con la ayuda de los clubes de servicio social, rotarios y leones, sin prestarle oídos a los pesimistas de siempre y echando a un lado a los indiferentes, siempre cerca de la mesa servida pero lejos de los enseres del fogón, lograron convencer al Ministerio de Sanidad y Asistencia Social de entonces, que por la situación geográfica de Valera, cruce de caminos entre la planicie del río Motatán y los valles altos de sólida producción agrícola, un hospital de aquella magnitud, 300 camas y tecnología de punta, no era un lujo dispendioso, sino una respuesta lúcida y justa para una población regional de gente trabajadora, en un país que por la riqueza circunstancial petrolera crecía vertiginosamente. Lo que sugiere el Venezuela is rolling, el epígrafe que el narrador y poeta valerano Adriano González León, la más relevante figura de la literatura venezolana de mediados del siglo XX, coloca en su novela laureada internacionalmente País Portátil. Que Venezuela, después de cien años en la miseria material que le quedó como único saldo de veinte años de guerra civil independentista y luego la llamada guerra federal y las montoneras, corría como el caballo blanco de su escudo hacia un futuro que se le asomaba favorable en la resaca grisácea de una larga ristra de dictaduras, con déspotas violentos y arbitrarios manchados de sangre y con uñas encarnadas en el situado nacional, con un poder vesánico de persecución, cárceles y muerte.
Visto a la diabla, aquel Hospital (con mayúscula) era un milagro. Tan increíble como la esbelta y bella iglesia de San Juan.
Valera había nacido pobremente en una frescura nueva, sin vínculos con la guerra grande, y por eso sin figuras heroicas militares. Nacida por obra y gracia de una dinámica social de trabajo duro, de lomo al sol, sin apolillados apellidos de dudoso abolengo, abierta como un puerto de mar y fácil de enamoramiento. Con un afiebrado trajín de gentes de todos los rangos, géneros y edades, residentes o de paso, en disímiles tareas urbanas, afanes de hormiguero o colmena, con abultada fisonomía comercial, lo que vio y retrató en epístola para su fraternal amigo Santos Dominici el veintiañero doctor José Gregorio Hernández, todavía sin su camino de Damasco, cuando la visitó en busca de derroteros profesionales en 1888: “Pienso ir esta semana a Valera porque creo que de estos pueblos es el único en el que me puedo situar”
Pero ese agite mercurial tuvo en aquellos años finiseculares un esperanzador y saludable contrapeso en mentes visionarias por venir de otras partes, como la de Rafael Gallegos Celis, que al margen de sus lucrativas ocupaciones comerciales creó escuelas y periódicos, y recabó y guardó datos importantes de los orígenes de la que ya, en intento de identidad, de conocimiento de sí misma, se llamaba urbe de doña Mercedes Díaz. O la de monseñor Miguel Antonio Mejía, que no se quedó en el claustro ni en la lecturas piadosas, sino que agitando furioso su sotana salía a la calle a combatir la degradación moral en los centros de vicios y vagancias, y fundó un colegio que ganó fama de mucha latitud por la calidad de sus enseñanzas, y de sus profesores, entre ellos uno de los más eficientes hacedores de la ciudad, el doctor José Antonio Tagliaferro, y un semanario, convencido de que los periódicos, el Cuarto Poder que llamó el Libertador, son vehículos de información que despiertan conciencias, convocan voluntades positivas y proyectan reclamos colectivos, que en las democracias forman parte de la dinámica política, pero que molesta y asusta a los que se adueñan del poder no para crear sociedades equilibradas, sino para satisfacer bajos instintos o asentar estructuras orwellianas que amputan o estrangulan el pensamiento libre.
Y por el enamoramiento supradicho, y la desprejuiciada sociedad, sin tanto caciquismo ni murmuraciones farisaicas tras las romanillas o celosías, llegaron a la ciudad en ciernes educadores asombrosos como José Luis Faure, o intelectuales de muy buenas lecturas asimiladas, como el bachiller Pompeyo Oliva, periodista, o el inteligentísimo bachiller Américo Briceño Valero, geógrafo, historiador y etnólogo, que levantó sus enseñanzas repitiendo para impronta mental en sus escuchantes, que la educación requiere trabajo, organización y método, que la escuela debe ser un taller, el taller donde se forman los ciudadanos libres, se estimula la inteligencia y se sientan las bases de la creatividad, lo único que de verdad hace crecer con fuerza real a un pueblo, sin la vergüenza de las dádivas tramposas.
Pero cuando los animosos pequeños empresarios y los iluminados maestros de aquellos días iniciales de la rústica Valera, en un ejercicio de dignidad, limpio, participativo, sin ideologías ni doctrinas, a la altura de las estrecheces de la ciudad, por supuesto, le dieron un andar distinto hacia delante, deslastrados de la nictalopía histórica y mirando sin miopía de conveniencia el futuro económico que se le abría por su situación geográfica, al mismo tiempo pensaron y se dijeron que aquello que como materia de trabajo ganancioso vislumbraban no tendría la fortaleza de la identidad que dan las raíces profundas, si no se le daba el agua de vida de un contenido cultural (las piedras vivas de Pedro Malavé Coll), mercado y ágora, complemento de lo religioso, que ya tenía, porque cuando el caserío recibió la certificación eclesiástica del obispo Rafael Lazo de la Vega, lo que se tiene como fecha fundacional, asumió el compromiso ineludible de levantarle un templo a San Juan Bautista, a cuya protección se consagró. Un templo que fue como arca de alianza, sostenido por la fe cimentada en el trabajo útil y levantado con esfuerzos hercúleos, sin reparar en obstáculos, indoblegable a los avatares propios de los sueños llevados a la realidad. (Las abejas de lo invisible, que dijo Rilke). Una apuesta difícil, muy difícil, pensada en grande, con despliegue de alas vulturinas para vuelo altísimo, porque no era aspiración espumosa ni mentira demagógica, sino un proyecto generacional, muy bien calculado.
La racionalidad de aquellos señores les hizo ver que lo imaginado alcanzable no se lograría sin el establecimiento de una organización civil fuerte, consciente del desafío que implicaba cambiar el rufianismo tradicional de la política parasitaria, o el vivismo de la quisicosa, o el machismo armado, a los que enfrentarían con obras de utilidad y progreso para todos, que permitieran consolidar una estructura ciudadana dirigida a la creación de un sentido de pertenencia común por el trabajo honesto de todos. En esto jugaron un papel fundamental los inmigrantes italianos, a quienes llamaban jurungos, que venían de una Europa que parecía dirigirse, como realmente ocurrió, a dos guerras mundiales y al surgimiento de dos ideologías totalitarias, fascismo y comunismo, que fingiendo ser distintas realmente conformaban las dos caras de una misma moneda, como lo hizo ver en 1934 Alma Mahler: el nazismo, dijo, es el comunismo con otros signos; clarividencia de aquella bella e inteligentísima mujer que acarició en su cama prodigiosa a cuatro de los más grandes creadores de su tiempo (Gustav Mahler, compositor de grandes sinfonías que hoy son patrimonio de la humanidad, como las de Beethoven; Walter Gropius, creador de la Bauhaus, escuela que cambió el concepto de lo cultural en la civilización occidental; Oskar Kokoschka, poeta y pintor expresionista, revolucionario no por tirador de bombas incendiarias sino por la audacia de sus proposiciones literarias y plásticas, y Franz Werfel, escritor de páginas magistrales), porque el objetivo del totalitarismo, sea cual sea su signo o su color, es el rígido control de las libertades ciudadanas y el adoctrinamiento esclavista para por un lado regodeo de una nomenclatura minoritaria represiva, o de cúpulas aristocráticas racistas genocidas, o de ambiciones capitalistas salvajes guerreristas por el otro; o de mafias que prostituyen en su beneficio las sociedades hasta llegar al crimen de lesa patria de negociar la soberanía de los pueblos.
Aquellos italianos, y otros de otras nacionalidades en menor número, que se enraizaron en aquel propicio cruce de caminos traían una cultura del trabajo, eran artesanos hacedores de cosas útiles, la mayoría; o educadores, hacedores de conciencia ciudadana. Porque sabían que la dignidad del ser humano solamente se logra con trabajo honesto y educación, aquello que intentaron insertar en la nueva república Simón Bolívar y Simón Rodríguez con frases que las hienas manipuladoras celebraron de embuste sin ninguna intención de ponerlas en práctica: Moral y luces son nuestras primeras necesidades, Un pueblo ignorante es instrumento de su propia destrucción; Me vería como un hombre indigno si fuera capaz de asegurar lo que no estoy cierto de cumplir; El sistema militar es el de la fuerza, y la fuerza no es gobierno; Huid de un país donde uno solo ejerza todos los poderes. Sentencias del ideario civil bolivariano, al que le dedicó un libro imprescindible nuestro férreo cronista padre Juan de Dios Andrade. O lo de Simón Rodríguez: Al que no sabe cualquiera lo engaña; al que no tiene, cualquiera lo compra; O inventamos o erramos.
Los señores de Valera, pues, apenas comienza el siglo veinte, apuestan por el trabajo, la organización civil, la educación y la cultura. Fundaron en 1894 el Club del Comercio (del que deriva el actual Country Club de Valera, con otros objetivos) con una buena biblioteca, donde se reunían para conversar sobre la ciudad y su futuro y las tardías noticias internacionales. O se reunían en el Centro Industrial, imprenta de don Pompeyo Oliva, con iguales fines, como muchos años después otros en la Editorial Valera, de don Pedro Malavé Coll, o la Editorial Multicolor de don Pedro Bracamonte. Crearon en 1895 la Fratellanza Italiana, para darle mayor participación a los italianos en las decisiones que comprometían el devenir de la ciudad. Levantaron varias veces el templo de San Juan hasta convertirlo en lo que hoy luce altura catedralicia. Y a partir de 1934 hasta 1962, monseñor José Humberto Contreras, de los hacedores mayores, quien adelantándose en varios años a los cambios del Concilio Vaticano II, y a la teología de la liberación en su compromiso de prójimo, con olor a oveja, pero sin tramposas solapas marxistoides, fundó parroquias y levantó iglesias y escuelas y talleres y una biblioteca, y creó la Caja de Crédito Agrícola Obrero y una Cooperativa de Vivienda y Crédito, probablemente primer intento de cooperativismo en Venezuela.
Y en 1905, en el Club del Comercio, fundaron el Ateneo de Valera. Asociación que entonces como ahora expresaba la esencia de la ciudad. Fenicia la llamaron alguna vez los espontáneos de siempre, que ni hacen ni dejan hacer. A lo que el padre Andrade, aleccionador, respondió: Fenicia, sí; y la comparación debe ser motivo de orgullo, porque el pueblo fenicio en el antiguo Mediterráneo no solamente se caracterizó por su extraordinaria vocación comercial, sino por haber sido altamente culto, propagando en las primitivas poblaciones de aquel mar todos sus saberes.
El Ateneo de Valera de hoy, en los 72 años de su segunda etapa es un reflejo magnificado de lo que sembraron aquellos hacedores. Una altruista resistencia a la mediocridad, como la propuso Ernesto Sabato. A pesar de las calumnias con que no sólo ahora, sino en otros tiempos menos conflictivos quisieron los resentidos de siempre minimizar su extraordinaria presencia en el acontecer de la ciudad, acusándolo de elitesco, siempre fue lugar abierto para todas las manifestaciones de la cultura regional y sus promotores y voceros, refutando con el verdadero concepto de pueblo, el de populacho de los pescadores en río revuelto. Así como allí se concedió palabra no política a los intelectuales Arturo Úslar Pietri o Miguel Ángel Burelli Rivas, de pensamiento de derecha, se le otorgó también a Miguel Acosta Saignes y a Eleazar Díaz Rangel, comunistas; y al revolucionario tipógrafo Manuel Isidro Molina, y Alfredo Peña y Luis Beltrán Prieto Figueroa. Así como mostró obras plásticas de vanguardia de reconocimiento mundial como las de Jesús Soto o Carlos Cruz Diez o del valerano Marco Miliani, o la del chileno Dámaso Ogaz, del grupo ñángara de El Tequendama, también mostró las de los creadores populares Salvador Valero, Antonio José Fernández, el hombre del anillo, Josefa Sulbarán y Rafaela Baroni, y los tapices y otras artesanías de la etnia wayú. El mural de su sala de exposición lo hizo el pintor de La Quebrada Adhemar González, a quien hace poco tiempo se le recordó en la sede alternativa de Acoinva, asociación de comerciantes e industriales. En el Ateneo de Valera discutieron libre y respetuosamente sus ideas los jóvenes socialcristianos encabezados por Francisco González Cruz y los socialistas encabezados por Antonio Toño Vale. Y se le rindió homenaje a José Antonio Abreu, Ana Enriqueta Terán, Adriano González León, relevantes figuras de la cultura latinoamericana, y a Antonio Pérez Carmona, relevante figura de la poesía regional. Y en su seno funcionó el Grupo Martes, integrado por jóvenes que cuestionaban la directiva de la institución. Y actuaron grandes grupos teatrales internacionales, y los locales que allí tenían sede. Y dieron conciertos músicos académicos como Alirio Díaz o Rodrigo Riera o Maurice Hason o la pianista rumanovenezolanavalerana Gabriela Popescu, quien transformó nuestra escuela de música Laudelino Mejías; grupos académicos locales como el dúo de los esposos Kamratosky o el trío de cámara del profesor Alberto Reixach; grupos de danzas nacionalistas como el de Yolanda Moreno, o los locales de Gladys Mota, Auris Berríos o el de los hermanos Urbina; se presentaron cantantes líricos como Carlos Almenar Otero o Alfredo Sadel, o populares como Rafael Montaño o Rosa Virginia Chacín. Y tuvo una excelente biblioteca cuyos libros fueron quemados, y una pinacoteca de artistas renombrados que en parte fue a dar quién sabe adónde, y un club de cine donde se proyectaron famosas películas de autor, y una librería de buenos libros y revistas.
Y allí, en esa isla de cordura, como las llama la escritora Margaret Wheatley, de efectivo capital social conversacional como sobre las proposiciones del pensador chileno Carlos Vignolo vienen hablando Eladio Muchacho Unda y su grupo, se abrió paso el Colegio Nacional de Periodistas Seccional Trujillo, al que tanto esfuerzo dedicó Guillermo Montilla, y se fraguó el proyecto del Instituto Tecnológico del Estado Trujillo bajo las sabias orientaciones del marxista profesor José Rafael Marrero, quien nos regaló su esclarecedor ensayo Una interpretación marxista y cristiana de la ciencia contemporánea, con prólogo de J. F. Reyes Baena, y se discutieron las posibilidades de una universidad propia del estado Trujillo, que culminó con la fundación de la Valle del Momboy.
Entonces, ¿no tiene derecho Valera, ya ciudad bicentenaria, a pedir se le devuelva a su Ateneo de más cien años su sede que le fue secuestrada con legalismos inconsistentes?
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