Miguel Ángel Malavia
Continuamos adentrándonos en el alma de la ‘Rerum novarum’, la encíclica con la que, en 1891, León XIII inició la Doctrina Social de la Iglesia. En el anterior texto destacamos que, con estilo directo y periodístico, el Papa se dirigía al hombre de su tiempo en un mundo convulso, marcado por una inequidad social que daría lugar al surgimiento del comunismo, el anarquismo y el fascismo, siendo su trágica consecuencia el deterioro de las democracias liberales y el impacto de dos guerras mundiales.
Por ello, pues ya veía bullir “la punzante ansiedad en que viven todos los espíritus”, León XIII alertó de la inminente “contienda”. Pero, lejos de quedarse de brazos cruzados, propuso una ‘medicina’ que, básicamente, consistía en aceptar varias esencias. La primera es que hay un “orden natural” por el que, en virtud de nuestros “diferentes talentos”, unos son “propietarios” y, en el mejor de los casos, “ricos”; y otros son “trabajadores” y, si no tienen fortuna, “pobres”.
Eso sí, puesto que todos poseen la misma “dignidad” a los ojos de Dios, ambas clases sociales (“los que aportan el capital y los que ponen el trabajo”) tienen “derechos y deberes”. Y, en ese paradigma, algo que reluce más que el sol es que “es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde”, pues “es mayoría” la que sufre “una situación miserable y calamitosa”.
Es decir, el Pontífice era muy consciente de que la mayor parte de los hombres de finales del siglo XIX sufría una extrema vulnerabilidad y necesitaba protección. Y es que, “disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío”, “las instituciones públicas” se “desatendieron” de ellos y “los obreros, aislados e indefensos”, quedaron en manos de “la inhumanidad de los empresarios” y “la desenfrenada codicia de los competidores”.
Entonces, estos solo podían agarrarse a los sindicatos. Unos organismos vivos que debían velar por sus derechos básicos, como el de huelga y el de tener condiciones higiénicas básicas, así como horas libres para su hogar. Sin esos ‘escudos humanos’, los obreros estaban expuestos a “la voraz usura” que les imponían “hombres codiciosos y avaros”. Hasta el punto de que “un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios”.
Se entendía bien a León XIII, ¿no?