Educar en la modernidad líquida | Por: Antonio Pérez Esclarín

Bauman en la década de los ochenta en el siglo XX, empezó a intuir que nuestra sociedad había dejado de ser predecible y progresivamente avanzaba hacia un desmoronamiento y adaptación, más propio de los estados “líquidos” que sólidos. Acuñó el término de “modernidad líquida” basándose en los conceptos de fluidez, cambio, flexibilidad, adaptación, relativismo de valores. Las estructuras fijas e inmutables propias de la modernidad sólida,  desaparecen y fluyen. Hay miedo a fijar algo para siempre. Por ejemplo, el trabajo fijo,  el matrimonio para toda la vida y los votos perpetuos de la vida religiosa están hoy en crisis. Las cosas no van a durar mucho y tampoco las relaciones sociales. Vivimos en un mundo precario, provisional, ansioso de novedades.   Según el maestro polaco, que inspiró los movimientos de indignados, la cultura actual ya no prohíbe, sino hace ofertas variadísimas; no  tiene normas, sino propuestas. Es una cultura que busca seducir, atraer, y distraer a través de señuelos. Los deseos y las necesidades se transforman, y cada individuo cree que el mundo comienza y termina en sí mismo.  Con sus propias palabras; “la cultura de la modernidad líquida ya no tiene un pueblo que ilustrar, sino clientes que seducir”.

De  ahí la necesidad de una educación que promueva el pensamiento crítico, el desarrollo de habilidades comunicativas y creativas,  las capacidades para sustentar la disciplina del aprendizaje continuo y del trabajo en equipo, y sobre todo, la formación sólida en los valores humanos esenciales, que le permitan a cada persona vivir con autenticidad  y trabajar por una convivencia armónica y solidaria entre todos y con la naturaleza. Esto, entre otras cosas, va a suponer maestros y profesores muy bien pagados y que entienden  que su tarea no es meramente instruir sino humanizar: formar la cabeza, el corazón y el espíritu, pues la educación es para enriquecer personas,  en el aspecto humano, social  y espiritual.

En consecuencia, la formación del carácter  es especialmente importante y necesaria  en estos tiempos de modernidad líquida, donde se nos va imponiendo la cultura de lo light, de la que resultan  personas caprichosas,    hasta el punto en que ya  muchos no se atreven a preguntarse lo que deben hacer, sino que terminan haciendo siempre y sólo lo que les provoca, o  lo que hacen los demás.

La palabra voluntad procede del latín, voluntas, que significa querer.   La voluntad tiene que ver con el esfuerzo, con la motivación,  con el  querer o decidir.  No educar la voluntad supone huir del esfuerzo y la superación personal y formar personas  esclavas de sus apetencias y, por ello,  objeto de la  manipulación política y de la publicidad,  las propagandas, las mentiras  y los bulos. Sin voluntad, sin esfuerzo, sin entusiasmo,  nadie llega lejos ni logra metas importantes.   Una voluntad recia no se consigue de la noche a la mañana. Aquí también, para lograr la musculatura de la voluntad se requiere mucha ejercitación. Sólo en el diccionario la palabra éxito esta antes que trabajo

En nuestro mundo permisivo, suena raro y  anticuado  hablar de la educación de la voluntad. De hecho, muchos   padres se sacrifican por brindar a  sus hijos  buena educación intelectual y física, pero no se preocupan por la formación del carácter. De este modo, estamos  levantando generaciones de niños y jóvenes caprichosos e incapaces  de amar, pues el amor supone capacidad de entrega y sacrificio.

 

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