Destrucción y sufrimiento

Aula de papel

 

Hace unos días regresé de un viaje a Ecuador donde fui invitado a dar algunas conferencias en diversas ciudades y, además, en Guayaquil me bautizaron un nuevo libro que lo editaron allí.
El viaje sirvió, entre otras cosas, para constatar por contraste la total destrucción de Venezuela y para palpar el sufrimiento de numerosos hermanos venezolanos que, huyendo de la miseria en Venezuela, deben enfrentar una muy penosa sobrevivencia.
Yo estudié filosofía hace ya años en la Universidad Católica de Quito, y entonces Ecuador era un país muy pobre que miraba con admiración la prosperidad de Venezuela. En aquellos días, la mayoría de las carreteras eran de tierra, y ciudades y pueblos mostraban un rostro de penuria y escasez. Numerosas indígenas vendían unas pocas hortalizas y verduras sentadas sobre el piso, y el centro colonial de Quito olía a orines y abandono. Hoy, Ecuador es un país moderno y progresista, donde todo parece funcionar muy bien. Los supermercados y centros comerciales están abarrotados de todos los productos, no se va la luz ni el agua, internet es rapidísimo, el transporte público es cómodo y barato, los hospitales están muy bien dotados, y los indígenas exhiben con orgullo su identidad.
Pero lo que más me dolió fue ver en todas las ciudades donde estuve a miles de venezolanos sobreviviendo a duras penas vendiendo en las calles y autobuses cigarrillos, caramelos, agua, refrescos, micas de celulares, correas, empanadas, tequeños, arepas…Pude comprobar que algunos de ellos eran profesores, enfermeras, contadores públicos, economistas, dueños de pequeñas empresas que habían quebrado en Venezuela…Vi también a algunos gritando su desamparo en carteles colgados sobre el cuello: “Soy venezolano, no tengo empleo y debo alimentar a mis hijos y familia”. En Guayaquil visité un campamento de refugiados venezolanos, y allí conversé un rato con una familia de El Vigía (Edo. Mérida) que había atravesado Colombia y casi todo Ecuador la mayor parte del camino a pie y pidiendo limosna. No sabían a dónde seguir y sólo deseaban que las cosas se arreglaran en Venezuela para regresar. Pude comprobar que, cuando pronuncié el hombre de Guaidó, se subió a sus rostros angustiados una llamita de esperanza. Vi esa misma llama en otros muchos rostros cuando aparecía el nombre de Guaidó. Estuve también en Joya de los Sachas, en plena Amazonía, y las dos muchachas que limpiaban el hotel eran caraqueñas y maestras.
No entiendo cómo el Gobierno se aferra a un poder que ha destruido a Venezuela y sólo ha traído dolor, rupturas familiares, desesperanza y hambre. ¿Acaso no les importa todo el sufrimiento que causan? ¿En verdad pueden dormir tranquilos? ¿Por qué no aceptan de una vez su fracaso y renuncian o permiten unas elecciones arbitradas por organismos internacionales imparciales para que los venezolanos decidamos lo que queremos?
Al llegar a Venezuela, me explotó en la cara la crisis con toda su fiereza: En el apartamento no había nada de agua y los vecinos me dijeron que el edificio llevaba ya un mes sin recibir una sola gota. Luego llegaría el interminable apagón de cinco días con sus insoportables noches: sin luz, sin agua, sin gasolina, sin comida, sin un pedacito de hielo para enfriar el agua…Y el gobierno, como siempre, culpando al imperio.

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