Por: Antonio Pérez Esclarín (pesclarin@gmail.com)
La cuaresma es un tiempo de oración, penitencia y sobre todo conversión a los valores de Jesús, para prepararnos a celebrar la Pascua, el triunfo de la Resurrección de Jesús, la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre la violencia y el odio. Como su propio nombre lo indica, dura cuarenta días, se inicia con el miércoles de ceniza, y termina con el Jueves Santo. Algunos ayunan en estos días y siguiendo tradiciones muy enraizadas, dejan de comer carne, sobre todo los viernes, en los que hay que comer pescado. Por ello, vemos cómo en esas fechas, se inundan de pescado fresco o salado los mercados y suelen organizarse ferias de pescado para proporcionarlo a la gente más barato, pues ante la creciente demanda, suelen dispararse los precios. Pero aparte de que, ante la situación económica, muchos llevan años en un obligado ayuno, y comer pescado es un lujo y no resulta ninguna forma de penitencia, creo que debemos abrirnos a otras formas de ayuno más coherentes con el verdadero espíritu de la Cuaresma. Ayunar, por ejemplo, de palabras o actitudes agresivas, ayunar de ofensas, amenazas, odios y deseos de venganza; ayunar de aquellos comportamientos y acciones que causan dolor .
Por ello, la cuaresma debería ser un tiempo para la reconciliación y para trabajar unidos por la resurrección de Venezuela. Llevamos demasiados años de enfrentamientos, odios, violencia, ambiciones que sólo han traído, caos, sufrimiento y la destrucción del país con mayores potencialidades de toda Latinoamérica. Si en verdad amamos a Venezuela y queremos acabar con tanto dolor, y retomar el camino de la prosperidad, la justicia y la paz, debemos empezar a hablar y sobre todo trabajar por una verdadera reconciliación entre los venezolanos. La reconciliación supone crítica y autocrítica para reconocer los errores y emprender las rectificaciones necesarias; es un proceso de la propia sociedad afectada por años de enfrentamiento que implica el reconocimiento mutuo de los daños causados, el arrepentimiento y compromiso de no repetirlos, la reparación de agravios pasados (aunque no la venganza), la superación de los traumas, la creación de unas nuevas relaciones sociales y, en definitiva, un cambio en las percepciones mutuas y las actitudes hacia el otro. Por consiguiente, requiere un tránsito desde los sentimientos de desconfianza, hostilidad y odio hacia los de respeto, confianza, solidaridad, armonía, participación y desarrollo compartido. Y para que la reconciliación tenga plenas posibilidades y se evite el riesgo de volver a la violencia, tendría que estar ligada a la resolución de las causas profundas del conflicto, lo que implica justicia y también, aunque nos suene duro y difícil, perdón.
Cuando se habla de perdón, en la lógica de la no-violencia, siguiendo la tradición de Gandhi y Martín Luther King, nos referimos, en primer lugar, a un sentimiento complejo que es capaz de sobreponerse a las emociones muy comprensibles y hasta necesarias de rabia, odio, ira y deseo de venganza que se suscitan o son promovidas en medio de conflictos atravesados por violencia; lo que implica además una decisión donde se opta por reconocer la humanidad del agresor, su dignidad. Pero comenzar a hablar de perdón y reconciliación en un contexto como el nuestro, es una tarea que se debe abordar con respeto, con suma atención para que el discurso del perdón no sea utilizado por los que favorecen la impunidad o pretenden ignorar la justicia.
Es decir, no se le puede pedir a las víctimas de violencia política que, en nombre de la paz y la reconciliación, perdonen a sus agresores y olviden. La acción del perdón no implica ni resignación ni parálisis; para Gandhi, no hay perdón cuando se hace desde un lugar de sumisión y derrota. Así pues, perdonando, la gente tiene derecho a reclamar, a movilizarse y a actuar para transformar las condiciones de opresión e injusticia, sólo que ahora se hace desde la superación del odio, la ira y el deseo de venganza, considerando que el adversario es tan humano como cualquier otro y no merece el mismo trato que le da a quienes oprime o violenta. A nombre del perdón no se pueden poner entre paréntesis las normas y leyes que una sociedad ha construido para regular sus relaciones ni mucho menos la dignidad de las personas.
En consecuencia, no se trata de que la víctima tenga que “hacerse” amigo/a del victimario, sino de la capacidad para experimentar que no vale la pena la venganza ni tampoco alimentar el resentimiento que genera autodestrucción; porque la venganza, desde una óptica no violenta, pone a la víctima en el mismo plano ético, igualándola con el agresor. Perdonar no es, como muchos creen, decirle a quien nos ha hecho daño: “todo está bien, no pasa nada”. Perdonar es un acto que libera el alma de la persona de la necesidad de vengarse y de la percepción de sí misma como una víctima. Más que exonerar de culpa a quien ha causado daño, significa liberarnos del dominio que ejerce sobre nuestra psique el hecho de considerarnos víctimas.
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