Carolina Jaimes Branger
Me llegaron los últimos resultados de una encuestadora -muy alabada por unos y muy cuestionada por otros, de manera que no la voy a nombrar- que afirma que el 70% de los venezolanos está de acuerdo con que envíen a los compatriotas deportados a las cárceles de El Salvador. Me quedé de una pieza. ¿Cómo podemos ser tan ligeros juzgando a personas que ni siquiera conocemos? ¿Cómo estamos tan seguros de que todos los venezolanos enviados a El Salvador son delincuentes?
Hace dos semanas escribí un artículo alertando sobre el horror que significa para alguien inocente -y para toda su familia- de ser declarado culpable sin pruebas, sin juicio, sin proceso legal de por medio… Hoy insisto en que esto no es un juego. No es que “malandro que se la buscó, ahora que lo pague”, dicho que circula por ahí ad náuseam. Primero que, si queremos tener algún día un país democrático, en democracia los malandros tienen derechos. Y uno de esos derechos es a un juicio justo. Si es encontrado culpable, pues que pague su condena. Pero eso de aplaudir una conducta antidemocrática por todo el cañón, sin pensar en que aparentemente la mayoría de los que han sido enviados a El Salvador no tienen antecedentes, ni prontuario, más bien han trabajado y pagado impuestos en Estados Unidos, es inaceptable. Y son muchísimos no sólo los que aplauden, sino que delatan a sus propios compatriotas, sólo porque están ilegales, no porque sean delincuentes. Y no me vengan con el cuento de que “estar ilegal” es delinquir. Es una situación irregular, no un crimen.
¿Cuándo una persona buena se vuelve mala? Es una pregunta que la sicología social ha tratado de responder en numerosas ocasiones. Viene a mi memoria la película alemana «La Ola», «Die Welle», estrenada en 2008 y dirigida por Dennis Gansel, basada en un experimento real realizado por el profesor Ron Jones en 1967 en una escuela secundaria de California, que tenía como propósito ilustrar cómo un régimen totalitario puede surgir en una sociedad que se percibe como democrática.
En la película, la historia se desarrolla en un liceo alemán donde Rainer Wenger, un profesor de educación cívica, es asignado a dar una clase sobre autocracia. Para demostrar a sus estudiantes cómo funciona un régimen totalitario, Wenger inicia un experimento en el aula, que él denomina «La Ola».
Al iniciar, el maestro estableció un conjunto de reglas estrictas y creó un ambiente de disciplina. Introdujo ideas de comunidad, fuerza y uniformidad. Los estudiantes, motivados por la novedad del enfoque y el deseo de pertenencia, comenzaron a participar activamente en el experimento, adoptando una nueva identidad grupal.
A medida que avanzaba el experimento, los estudiantes se agruparon bajo el lema de «La Ola». Se sentían conectados y comenzaron a experimentar un sentido de poder y exclusividad. Esto llevó a que rechazaran a quienes no compartían sus ideales o no querían unirse al movimiento. Este comportamiento no se limitó a compañeros de la misma clase que no se alineaban con las normas del grupo, sino también afectó a estudiantes de otros grados. Este fenómeno reflejó cómo la presión social y el sentido de pertenencia fomentan actitudes excluyentes y divisorias. Wenger, inicialmente entusiasmado por el progreso, se dio cuenta de que los estudiantes se volvían cada vez más agresivos y excluyentes hacia aquellos que no formaban parte de «La Ola».
El experimento alcanzó su clímax cuando la situación se tornó incontrolable y los estudiantes, completamente inmersos en su papel dentro del movimiento, exhibían comportamientos intolerantes y violentos, llevando a Wenger a interrumpir y replantearse las consecuencias de su experimento.
En 1971, el psicólogo Philip Zimbardo y su equipo en la Universidad de Stanford, en California, Estados Unidos, tenía como objetivo investigar el impacto de la dinámica de poder en el comportamiento humano, específicamente en un entorno carcelario. Se centraba en comprender cómo la situación y el estatus social podrían influir en las acciones y actitudes de los individuos.
El experimento involucró la creación de una «prisión» en el sótano del edificio de Psicología de la universidad. Se reclutaron 24 hombres voluntarios, seleccionados a partir de un grupo más grande por su salud mental y física. Estos participantes fueron asignados aleatoriamente a dos roles: prisioneros y guardias. Los «guardias» recibieron uniformes, gafas de sol y rolos, mientras que los «prisioneros» fueron vestidos con túnicas y números que sustituían sus nombres.
El experimento estaba programado para durar dos semanas, pero se interrumpió después de solo seis días debido a la rápida escalada de comportamientos abusivos por parte de los guardias y la angustia psicológica creciente en los prisioneros. A medida que avanzaba el experimento, los guardias comenzaron a ejercer un control cada vez más autoritario y hostil, empleando tácticas de humillación y abuso psicológico. Algunos prisioneros mostraron signos de estrés extremo, depresión y desesperación.
El resultado del experimento sugirió que los roles asignados, junto con la estructura de poder del entorno carcelario, podían influir profundamente en el comportamiento humano. Zimbardo concluyó que el contexto situacional podría llevar a individuos normales a cometer actos de crueldad y abuso de poder. Esto dio paso a un mayor interés en los estudios sobre la ética en la investigación psicológica y la naturaleza de la maldad, reflejada posteriormente en su libro «El Efecto Lucifer: El Porqué de la Maldad».
Tal vez nosotros los venezolanos seríamos un buen caso de estudio, pues no hay acuerdo sobre la validez de los experimentos realizados sobre los orígenes de la maldad hasta ahora. ¿Por qué un pueblo bueno, generoso, amigable, puede convertirse en un pueblo que odia, que separa, que divide, que incluso llega a la violencia? Y en nuestro caso ha sido un péndulo que ha ido de un extremo al otro. Ojalá que alguien acepte el reto de estudiar los cambios tan ajenos a nuestra naturaleza que hoy exhiben tantos venezolanos. Sería un buen aporte para la reconstrucción…
@cjaimesb