Caminante, viandante, peatón, ambulante, andarín, viajero, errante, pasajero, turista, provisional, temporal, interino. Al escribir la palabra «transeúntes», los sinónimos salen revoloteando para tratar de meterse en la definición de lo transitorio, del instante que vivimos como pasajeros de esta vida en la tierra. La vida, podríamos decirlo así, es nuestro tránsito desde el nacimiento hasta la muerte. Hay un momento en ella en que logramos adquirir mentalmente la capacidad de ser, un poder ser, asociada a la capacidad de poseer un lenguaje, una lengua para decirnos y entrar en contacto «con todo aquello divergente y novedoso», negando o afirmando aquel umbral étnico, aquella puerta simbólica y sentimental que nos permite ser viajeros pero no errantes.
Así, la vida es un libro viviente no escrito cuyos recorrido y recovecos forman parte de la memoria personal que pudiera escribirse en asociación franca e imaginativa con la memoria colectiva dispersa y utilitaria a veces por quienes desean apropiarse de los legados de nuestros mayores o, en el peor de los casos, creerse dueños absolutos del pasado y del futuro. Este tipo de turistas e interinos se consideran jefes de la verdad histórica, dueños andarines y «eternos» encantados de que, y aquí parafraseo a José Rafael Pocaterra, sus subalternos corran detrás de sus botas como perros.
La conciencia personal genera responsabilidad, una especie de «ética de mí». Somos culpables de nuestros actos, los asumimos y corremos el riesgo por ellos porque ética, humanamente nos pertenecen. Dejamos de ser ambulantes para hablar desde el ser responsable y dialógico sin creer que por nuestras fatigadas narices pasa el mundo. Entonces, lanzamos el manotón y golpeamos a diestra y siniestra, pateamos al otro, insultamos e injuriamos, peatones disciplinados y subalternos de los temporales y provisionales dueños del poder. Nadie es eterno.
Somos viajantes, venimos del nacimiento y vamos hacia la muerte. La memoria es el cordón umbilical con el pasado, signo y sentimiento. El viaje hacia la muerte no es más que la exaltación extraordinaria de la conciencia humana para el convivir humano. Entonces, el viajero es un caminante sin disimulo, en su vianda lleva la lámpara para alumbrarse cuando el camino se hace difícil. Tal luz es lo que llamamos conocimiento.
Le pido calma a mi lengua para no pasar al insulto, no personalizo frente a la gendarmería del poder y la tristeza. No es bueno olvidar, pasar por alto, no somos turistas. Tal vez, nos toca insistir en recuperar el destino del mensaje de la memoria y el compromiso ético para no dejar que el limbo se trague al futuro. Dice Mario Briceño Iragorry: «El olvido pasa de acto misericordioso a constituirse en cómplice de grandes delitos. En aliado franco del asalto social. (…) Se olvida al ladrón porque nos regala con el fruto de lo robado; se olvida al asesino porque conviene a nuestros intereses contar con el respeto bárbaro que infunde su presencia. No se trata de olvido. Se trata de culpable disimulo, se trata de desmentir la propia verdad» (p. 65, Mensaje sin destino, 1954, Edime, España).
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