Converso un rato con el vecino. “La verdad es que yo no sé en quien creer. Unos dicen una cosa, otros llevan la contraria”. Este país es una fábrica de incertidumbres. Llega a mi teléfono una frase de mis estudiantes de Lenguaje y Comunicación: “Me identifico por mis capacidades”. La leo en voz alta y pregunto cuáles son esas capacidades para identificarnos. Buscar la respuesta es cuestión del tiempo de reflexión. Dónde buscarla forma parte de la misma interrogante.
Encontrarse a sí mismo forma parte del proceso de soberanía personal. Llega otra frase y la deletreamos con el amarillo de la calle: “Si creemos y confiamos en nuestro interior, tendremos la confianza de ser quienes somos”. Para descubrir el interior de mí, comenta el vecino, debo conocer cómo he llegado a este lugar de nuestra identidad, cuáles fronteras he atravesado para que este lugar sea otro lugar. El lugar de la indiferencia, o peor, el de no saber quién soy. El deber o la ética del vivir, es decir, el camino del deber se ha desdibujado.
Confiar en nuestro interior, en cambio, es conocerse, no ya socialmente, el afuera donde se desgarran las vestiduras, sino dentro para no temerle a la libertad espiritual. La libertad espiritual no es un deber ni un derecho, es una condición para ser desde tal libertad espiritual. Suele perderse esta libertad espiritual cuando entras a plenitud a la habitación de la ideología y, entonces, deberes y derechos son marcas registradas de un guion teatral social donde relucen las excentricidades de la representación. De tal manera aparece la propaganda para decirnos que un grupo es, aun no siendo.
Las actuales polémicas entre los grupos, aquí y allá, muestran a quienes los vemos, la vanidad de cada cual. Distinto es producir el debate para una identidad colectiva efectiva culturalmente, es decir, con sentido de pertenencia histórica, por un lado, y con capacidad de dialogar con lo próximo futuro, es decir, la capacidad ulterior de desarrollar nuestras identidades personales y colectivas.
“Muchachos, para entrar a una nueva era debemos vencer la vergüenza y el terror de una humanidad deshumanizada”. El trayecto que existe desde este lugar de ahora hasta aquel umbral de la próxima humanidad liberadora, está lleno de incertidumbres.
Tendremos que pasar por un camino lleno de costras que al pegársenos en el cuerpo es casi imposible deslastrarse de ellas. Así son realmente los caminos humanos. Una vez perdida toda protección mágica, son los humanos quienes se pelean el control de lo humano y de sus propiedades, imponiendo sus fobias y miedos a la espiritualidad personal.
De igual manera, entonces, el tránsito a una nueva espiritualidad revisaría los resentimientos de un mundo fragmentado y dividido y, como tal, sin conciliación. Este mundo dividido no cree en el otro, en el diferente. Lo declara enemigo y, “el enemigo es una basura”.
Es preocupante los niveles de odio que pululan en la sociedad, en sus habitaciones donde todo se ha ideologizado. Una clase política que deslumbra por su insensatez y chabacanería que sembró de discordia las redes de nuestro país interior.
No debemos guardar descanso para buscar en nuestras mejores reservas morales y espirituales de lo venezolano ejemplar.
Si en este nuevo tránsito no se producen grandes estremecimientos y acciones, si no nos deslastramos de tanto desacomodo personal y colectivo no habrá patria para nadie. Diría el maestro de pueblos Mario Briceño Iragorry: “Para mí este proceso debiera comenzar por un acto propio e individual de quienes ocupamos sitios en los cuadros responsables. Debiera empezar por nosotros mismos” (“Hacia la discordia interior”. El caballo de Ledesma. 1942).
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