Juancho José Barreto González
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Al parecer esta es, en el ámbito de la moral social, una de nuestras peores debilidades: la ausencia de idoneidad responsable. Cualquiera hace lo que le da la gana y la culpa se convierte en un vulgar juego de pelota cibernético, nos peloteamos la culpa, nos acusamos entre nosotros y nadie asume la culpa. El erario moral y material ha sido asaltado con frecuencia, el erario cultural de la república y su constitucionalidad siguen siendo objeto del asalto. Cada vez que leemos a nuestro maestro de pueblo, su palabra se reactualiza, vehemente, valiente y franca frente a los hacedores de prebendas.
El oficio de la franqueza, decirnos la verdad, no es un oficio de oficina, es un oficio diario, entre nosotros mismos, cara a cara, con argumentos. Hoy es obligatorio este oficio entre quienes creemos en la cultura de la independencia pese a, como ya lo denunciaba Briceño-Iragorry en su “Prólogo Galeato” de Alegría de la Tierra (1952):
No había razón para olvidar la tierra, como aconteció al hombre venezolano, cuando vio sus arcas hinchadas de la moneda petrolera. Entonces debió afirmarse más en sí mismo, en su suelo, en su realidad nacional. Pero perdimos la cabeza y olvidamos que el pan nuestro de cada día sólo está asegurado cuando lo recogemos de la tierra, con nuestras propias manos colectivas.
Cada economía marca un carácter a la sociedad. Nosotros pasamos de la agrícola a la minera con tanta violencia, que se resistieron las propias fibras morales de la nacionalidad. Desde la Colonia veníamos sufriendo mudanzas en las fuentes de enriquecimiento, pero siempre en el orden de los frutos de la tierra (Mensaje sin destino /Alegría de la tierra, 2007, p.123).
Cultivar las dos papas, la de comer y la de vivir espiritualmente, requiere de estar consciente de esta emergencia, sin estos panes no hay independencia. Regresemos a vuelta con la lectura del Pequeño tratado de la presunción para registrar con un largo sorbo de donde nos vienen tantos males:
No vienen estos males del ayer cercano; por el contrario, tienen sus raíces henchidas de historia. Hay quienes digan que fue precipitada y presuntuosa nuestra propia aventura emancipadora; y el mismo Bolívar, en la culminación de su tragedia, declaró la independencia como el solo bien logrado a costa de la ruina de tres siglos de cultura. Para sostener o rebatir la tesis sobran argumentos en el mundo de la Historia, pero quizá desde entonces se inculcó en nuestro plasma social el afán de hacerlo todo a punta de palabras que suplan la realidad de actos constructivos.
Agotados nuestros recursos sociales en la lucha titánica por la construcción de la República, hemos intentado compensar la deficiencia colectiva por medio de una exagerada valorización de nuestras capacidades como individuos, y por un falso sentido de participación retrospectiva en la homérica lucha librada por los fundadores de la nacionalidad. Con la vanagloria por lo que hicieron los mayores, entendemos balancear nuestras carencias colectivas, como si la categoría histórica pudiera argumentar a favor de nuestra deficiente actualidad. El feudalismo anárquico que insurgió con la exaltación de los caudillos, llevó a la disgregación de los grupos que pudieron haber realizado en el campo cívico una obra perseverante de superación y que hubieran podido crear un tono reflexivo para nuestras tareas político-culturales. La perseverancia del individualismo provocó esa mostrenca actitud que lleva a cualquier venezolano a considerar que por la punta de su nariz pasa el meridiano de la nación. Y poseídos de este dogma infalible, sin siquiera aceptar que los contrarios puedan errar honradamente, cada uno de nosotros, de manera peor mientras más cultos, ha presumido posiciones artificiales, que van desde el indiscutible acento del postizo profesor omnisapiente hasta la verba exaltada del líder que cree poseer, como intangible y exclusivo patrimonio, el don de las verdades que salvan la república. De donde resulta el estado lamentable que cruda y magistralmente pinta el insigne Key-Ayala cuando dice: “Gran parte de las desgracias de nuestra vida nacional se deben al empirismo, al desconocimiento de las razones fundamentales que rigen la marcha de las sociedades, de las empresas y de las industrias, en fin, a la ignorancia petulante, vestida de suficiencia”. Vale decir a la presunción que es signo de nuestra conducta social, a la agresiva “chivatería” en que pretendemos apoyar nuestra petulancia (p.p. 174-5).
(Continuará). (Este ensayo forma parte de mi libro Dondequiera. Ensayo sobre el miedo. 2020).






