Cartas | La finitud del pájaro y yo | Por: Juancho José Barreto González

Juancho José Barreto González

Vernos no es “ver que nos ven otros ojos que nos dicen, nos mandan y nos ordenan”. Esos ojos que nos ven conocen todas nuestras historias y son capaces de borrarlas y volverlas a escribir. Esos ojos que nos ven y nos imaginan son nuestros constructores. Ahora bien, necesito intentar diferenciar entre “nos ven, nos conocen, y nos imaginan” para tratar de personalizar, primero, y luego, extender hacia afuera y hacia dentro la capacidad de verme, conocerme y de imaginarme en medio de un “posible vernos” conducido a lo plural, lo abierto, lo diverso y conflictivo cultural.

Me han metido un ojo ideológico. Miro de acuerdo a lo que me representa y esta representación, al mismo tiempo, se estrella con una malla gigantesca donde se represan instantáneamente todas las imágenes. Esto, es imposible de captar, es incesante. Ahora, el mercado tecnológico me ofrece “un nuevo producto” que contiene en sí mismo la posibilidad de abarcar todas las mentiras y las verdades dichas hasta ahora, pero sin diferenciarlas.

La inteligencia artificial es el mercado de la ficción que me permitirá escribir el libro total de una cultura total. Esta gran mirada me la ofrece ese ojo que todo lo ve. Ese ojo no es el mío, es el gran ojo técnico y brillante que me enseña al mundo desde su gran babel imaginario, inalcanzable, erudito global. “Pero, también puedo pedirle me sirva de sustituto de mí, que lea y escriba por mí, que viva por mí la experiencia insustituible de la lectura, del hablar y escribir, de imaginar mundos posibles e imposibles”.

Quiero el infinito, pero no me es posible alcanzarlo. Entonces despabilo. Regreso al tiempo de mis pasos. No quiero ser enteramente cibernético, un veloz técnico de transmisión. Mis manos, mis nervios humanos, los movimientos energéticos de mi cuerpo, mis tristezas y mis alegrías, este pequeño cuerpo, a veces silencioso, a veces pueril y poco sabio, sediento de imágenes sustitutivas de mí, se pierde por instantes, navega sonámbulo y le pierde pisada al ritmo del día asoleado de las calles. Al volver, la vida ya estaba seca, tenía muerto el corazón. Entonces, una vez despierto, escribo sobre las líneas de la madrugada, “es mucho mejor vernos, aquí en esta esquina, donde el ojo izquierdo le da la mano al ojo derecho, ¡epa ojo!”.

Nos encaminamos a la rebelión de los primitivos, de los aborígenes de la vida. No temamos acercarnos, construir una sensibilidad de la rutina, del día y de la noche que nos permita vernos. No vernos que nos ven sino, simplemente vernos.

Soy finito como un pájaro…

Me detengo en las páginas del conticinio, son eminentemente sonoras, escucho el silencio del mundo. Dura unos instantes. El resplandor del satélite brilla más que las estrellas. Los dioses del mercado mundial se disputan mi mirada, veo que me ven, me miran y me hacen, me siguen haciendo a su imagen y semejanza. Titubeo. El aletear de un Colibrí muestra las otras rutas del aire. Soy fino, finitud inabarcable.

Un libro, una conversa, el amor de la tarde, una clase alrededor del Inca Garcilaso. Aborigen, oriundo de lo humano, simple como constelación de secretos. Una idea viene en medio del camino, susurra el desencanto.

La vida es un libro inabarcable. Sólo logramos escribir unas líneas mientras fluyen sus soplos singulares. No quiero estar en todos los lugares, admito mis limitaciones. Vuelvo a escribir “soy finito como un pájaro”. La distancia a mi nido no es sideral, apenas vuelo hacia él y celebro mis alas.

 

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