Cartas | Cuento de nunca acabar | Juancho José Barreto González

 

Juancho José Barreto González

proyectoclaselibre@gmail.com

Si me preguntaran, es la invención más nefasta. Antes de cualquier dios de la guerra, habíamos inventado una lanza especial para matar al animal que nos comeríamos crudo. Luego aparece lo cocido y lo podrido. Muy pronto, aprenderíamos a comernos unos a otros, crudos, cocidos y podridos. Cada historia se contará de distintas maneras, la historia ordena la guerra, el relato la cuenta y le da sentido. Quien difunda más su cuento tendrá más soldados o simpatizantes. Todo esto es un viejo cuento.

Después de ser perseguido, un pueblo equis, o, mejor dicho, los que podían hacerlo porque contaban con la capacidad de re-ligar, se fueron a otro pueblo y se metieron “poco a poco”. Es decir, desde muchos puntos de la tierra a un pedazo de la tierra, un cuadro, un rectángulo, un círculo, más que una franja.  Ese punto fue creciendo e intenta apoderarse del círculo que termina fragmentado en varios puntos y una franja. Hacen lo que alguna vez le hicieron. Debo detenerme para subrayar: la matanza entre los pueblos tiene muchos motivos y pocos culpables. Entre los pocos culpables está el pueblo mismo. Es rehén y soldado al mismo tiempo. Esta relación es complicadísima. Cuando un pueblo aprenda a no hacer la guerra injusta, a desmontarla y desarmarla cultural y espiritualmente, a valerse por sí mismo y crear una comunicación directa con los otros terrícolas donde no medie ningún poder sino la vida, estaríamos construyendo nuevas bases civilizatorias para la paz humana. Si, esto sería hermoso, es una hermosa ilusión.

Podemos ser parte de otro cuento, las primeras líneas de un relato donde escribamos “creo en lo humano como la mejor invención de dioses inocentes que no disfrutan de lo robado por los dioses de la guerra”. Los dioses de la guerra no son dioses, son mortales, y mueren haciendo la guerra y procrean nuevas creaturas para la guerra. La guerra es su vida y su muerte, su resurrección.

La guerra y la paz tienen la edad del hombre, de su locura y creatividad. La guerra es la mayor negación de lo humano. La paz su reivindicación, su apología de la vida.

“Quiero mostrar a los dioses el camino a la paz, enciendo mis ojos para alumbrar la oscurana/ aunque me cieguen el camino, tanteamos la última madrugada”. Estos versos, escritos ayer, pudieran tener miles de años. En el fondo es el mismo conflicto y el mismo desafío: negarse a ser soldados de ejércitos conquistadores. Esta negación cultural, personal, espiritual, material y psicológica sería otra de las bases civilizatorias para la paz humana, una vieja ilusión que le queda mucho futuro por hacer.

Interpretar el inmenso poderío planetario acumulado para hacer la guerra, para sacarte de la vida y convertirte “en pieza clave de esa maquinaria” exige preguntarse por la civilización que la ha concebido. Tal poderío, concentrado y fragmentado según sea el caso, aplasta y convierte, pasa por encima de todas las convenciones y se encarga de difundir su cuento de nunca acabar.

Aspiro a la vida después aspiro/encendiendo el fuego/ desbordo la sangre entre los miedos desbordo/ la franja antigua del primer verdín de la noche/ la carrera/ el primer juego/ encesto la pelota y respiro/ Sin darme cuenta alguna en la sala de las dos/ Verdades/ mi corazón lo pesan con una pluma/ En reunión de cuarenta y dos deidades/ mi joven corazón se libera de la bruma/ Hay un empate dice un dios con cara seria/ hay un empate/ regresa a vivir tu miseria/ todavía ni inocente ni culpable*

*Las tristezas se hicieron para los hombres, no para las bestias, 2020, p. 33.

 

 


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