Pensar que las decisiones colectivas en una sociedad las toma el pueblo (de manera directa o indirecta), en su beneficio, aunque sea una utopía es para muchos una gran ilusión. La realidad, ya sea en una democracia liberal o en una democracia autoritaria, es que es imposible satisfacer necesidades crecientes, ni en lo personal ni en lo social. De mis amenas conversaciones con el ilustre profesor Germán Carrera Damas siempre recuerdo su actitud irónica al argumentar que, en democracia, cuando el pueblo logra tener pan quiere mantequilla. Dos momentos cruciales del periodo democrático venezolano del siglo pasado revelan la ilusión utópica: la transferencia pacífica del poder de Raúl Leoni a Rafael Caldera (1968: menos de 33 mil votos de diferencia) y el juicio político de Carlos Andrés Pérez que resultó en su destitución como presidente (1993).
La definición de la democracia como ilusión utópica de la ciudadanía, aparte de su subjetividad, podemos decir que es posmodernista y que está enmarcada en el constructivismo social radical de Luhmann. Este paradigma sostiene que todo conocimiento reside únicamente en nuestras mentes y que la realidad se construye con base en las experiencias de cada persona: “El acto de construir la realidad es un acto de observación cognitiva… es, principalmente, comunicativo o social… [La realidad] es irremediablemente pluralista” (Moeller, 2012: 80, 83). La sociedad es muy diversa y las racionalidades política, económica, etc. mantienen su diferenciación funcional, pero Juan Bimba aún conserva sus esperanzas… por una verdadera democracia en Venezuela.
Razón del voto: Si el pueblo aspira a mejorar su situación actual (i.e., pan) es porque está viva la ilusión democrática (i.e., mantequilla). En consecuencia, al hacerlo masivamente se mantiene el mito. Es muy claro para todos los actores políticos (gobierno y oposición) que “la legitimidad del gobierno, así como la del Estado democrático en su conjunto, depende de este mito” (ibid.: 100). El régimen se debilita, si el pueblo ignora el llamado a elecciones, pero los totalitarismos (de izquierda y de derecha) siempre las manipulan, groseramente, para que no muera el mito.
Resulta paradójico, entonces, que el muy restringido liderazgo de oposición, en esos regímenes dictatoriales, tenga que estimular el voto aún a sabiendas de las condiciones adversas que debe enfrentar y con la certeza de que saldrá “derrotado”. Pensemos en la metáfora del mito de Sísifo, descrito por Albert Camus (1942/2016), para justificar ese esfuerzo vano de la ciudadanía pero que al mismo tiempo le da sentido a la vida. En definitiva, la decisión de votar o no es personal y ha de ser respetada. Muy diferente es el rol del líder. Quien decida asumir esa responsabilidad está en la obligación moral de justificar sus decisiones, ante sus seguidores y el país en general.
Cuando en las elecciones de 1968 Rafael Caldera le gana a Gonzalo Barrios y recibe de Raúl Leoni la presidencia de la República la ilusión utópica del pueblo resplandecía. La democracia venezolana daba claras señales de madurez, al entregársele las riendas del poder al principal dirigente opositor y líder máximo de un partido político que ganaba por primera vez. Y, así como Rómulo Betancourt entendía la trascendencia histórica de ese momento, igualmente, cuando Carlos Andrés Pérez permitió su enjuiciamiento político, convencido de que ello revitalizaría el mito democrático, lo hizo actuando como un estadista. Esa historia está escrita (Rivero, 2016).
Referencias:
Camus, A. (1942/2016). El mito de Sísifo.
Moeller, H-G. (2012). The radical Luhmann.
Rivero, M. (2016). La rebelión de los náufragos.
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