Vivo, pícaro, astuto, sabrosote, salío o zumbao, agregándole al archiconocido arrocero, son figuras populares en nuestro país que complementan en los bajos fondos a las figuras que representan los delitos de cuello blanco, corruptos y ladrones que con invisible o público proceder horadan lo que “por derecho adquirido es de todos”. Los mercaderes de la vida ven en tu cara un billete. Ladrones de cuello blanco o sucio, escaladores inteligentes de la oportunidad. Se llevan la caja fuerte del palacio o dejan un tornillo suelto en el motor para que tú regreses por la avería. Y uno de tonto regresa. Son los mismos actos en una sociedad corrompida de mercaderes sin moral. La única diferencia son los montos. Diariamente son muchos los “caraebillete” víctimas de esta cultura que Domingo Miliani llamó “país de lotófagos”. Lo digno aparece como una tontería mientras el asalto, en miniatura o gigante es una acción de sobrada inteligencia. Así, poco a poco, la honradez se convierte en tontera. La sociedad es una tremenda escuela para enseñar al asaltante, cuyas técnicas de audacia son ampliadas hasta en la formación política, los que he llamado los hombres cálculos. Por ello es muy reconocido aquello de anotarse al ganador, incluso, metodológicamente se justifica como el “ganar ganar”, un reparto de la torta donde la astucia va por delante. Pareciera una exageración, la sociedad venezolana se ha convertido en un sistema para el asalto calculado. Entonces, toda acción en esta tipología humana, atiende a una acción previa del cálculo, inteligente y audaz: ganar. De esta manera, la corrupción en una forma de la cultura dominante del individualismo expresada de manera inverosímil en la vida cotidiana, encubierta a través de disímiles formas que llegan a patentizarse como legales, útiles, incluso solidarias. Detrás de tales formas se encubre el interés del ganador, su ganancia.
Propongo un concepto desafío. La honesticidad. Sería la forma directa de ser honestos, sin discursos o periquitos. Es el acto puro, carnal, íntimo de ser honestos con los otros, nosotros, y consigo mismo. Es un desafío porque la dominante es la cultura individualista, la de la ganancia a como dé lugar, la de la competencia. La honesticidad sería, entonces, la forma personal de luchar contra la cultura de la corrupción expresada, como ya dijimos, de muchas maneras. Sin esta condición básica no podemos hablar de revolución, antiimperialismo, anticapitalismo y de ningún tipo de paraísos o utopías. No es un simple opuesto, es un proceso de declinación de todos aquellos valores acumulados en la condición humana por centenares de años de cultura de lo mercantil. Por eso “caraebillete” ha sustituido al ser humano. No somos seres necesarios para la vida vivida. Somos un vulgar instrumento para que alguien gane, arriba o abajo. “No es lo mismo pero es igual”.
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