Con sus arrugadas manos toma el cable blanco que está en la vieja mesa de madera junto a la cocina. Lo enchufa, coloca una pequeña olla y vierte un poco de agua dentro de ella. Se va hasta la repisa sobre el lavaplatos y toma un tarro de cerámica y con mucho cuidado lo coloca cerca de la cocina eléctrica donde calienta el agua.
Mira el reloj en la pared y luego se fija en la olla. “Ojalá no se vaya la luz” dice Beatriz mientras su tímida sonrisa asoma su preocupación. A diario le quitan la electricidad entre 3 y 6 horas, pero como ella misma dice, solo queda contar con sus dedos, ver el reloj y esperar a que regrese.
Cuando a veces se va la luz más horas de lo establecido por los racionamientos, vuelven a ella los recuerdos del apagón de marzo del 2019 y siente miedo.
Mira su vieja cocina a gas que ahora usa solo para colocar “peroles”, se da la vuelta y va de nuevo hasta el lavaplatos, agarra dos pocillos, pero para ella elige un vaso plástico, de esos desechables, y los coloca en hilera sobre la mesa.
“Hace más de un mes que no tenemos gas, así que he tenido que sacar lo que hace mucho no usaba” relata Beatriz mientras enseña lo que tiene sobre la mesa; comienza por un tosti pan “ahí caliento las arepas ¡cuando hay!” exclama antes de mover su dedo en dirección hacia la cocina eléctrica de una hornilla donde más temprano puso el agua.
“Esa es la fiel, se me había dañado y tuve que mandarla a arreglar, ahí se me fueron unos cuantos churupos, pero qué más queda, es esto o irme al patio a prender el fogón,que cuando no hay luz es mi otro aliado para cocinar lo poco que tenemos”.
Pero no solo el gas y la luz son un problema para ella, sino que a veces el agua le falla y también el aseo urbano, que en lo que va de año no pasa por su comunidad “eso es grave, pero que va, igual no hay muchos desperdicios, con lo poco que comemos”.
Beatriz desliza sus manos por la frente para retirar unos cuantos cabellos blancos que cuelgan;lo hace como espantando sus preocupaciones y luego apaga la cocina.
Beatriz López es una mujer de 62 años, de piel trigueña, con pinceladas blancas en su cabeza. Es alta y dicharachera, a pesar de vivir aquí, tiene un tumbao caraqueño, que le mueve el cuerpo, al que se le pueden contar sus huesos.
Vive en las apodadas “casas de los damnificados” en la urbanización San Rafael de Flor de Patria, una de las cuatro parroquias del municipio Pampán del estado Trujillo.
Allí, reside desde hace unos 20 años, luego de regresar a su pueblo tras sufrir la tragedia de Vargas en 1999. Aunque no le gusta recordar esos días en los que vio gran cantidad de muertos a su alrededor, afirma que no fue la tragedia el motivo para salir de La Guaira donde la vivió con su hijo recién nacido, sino el miedo de que un “malandro la matara” por haber sido testigo de un asesinato.
Así que agarró sus maletas y se vino. Huyó de aquel delincuente, pero no de sus sus recuerdos y las tragedias. El papá de sus hijos murió y tuvo que levantar a sus muchachos sola, un joven de 20 años que actualmente vive con ella y otro, que murió a causa de una enfermedad hace más de un año y medio, y cuyo recuerdo la acompaña y se transforma en un charquito que humedece sus ojos.
“La vaina está fea”
Beatriz cuela el café en su vieja coladora de tela, su preferida, que reposa en la esquina de la cocina; coloca una pequeña cucharada de café y luego vierte el líquido en los recipientes. Toma su vaso plástico y se para en el marco de la puerta, mirando hacia la montaña que tienen frente a su casa, misma que ha sido deforestada por quienes buscan leña y por aquellos que han tenido que sembrar para poder sobrevivir.
Se echa un trago de café y se incorpora “la vaina está fea”.
Me ha tocado fuerte. Me gusta trabajar y sobrevivo de lo que me rebusco, trabajando en casa de familia, planchando, lavando, pero con este bendito gobierno y ahora el virus, la cosa se ha puesto peor”.
Con lo que gana trabajando como ama de llaves en algunas casas, Beatriz puede resolver una minúscula parte de sus necesidades básicas, pero tras la llegada de la pandemia y la cuarentena, no ha vuelto a tener trabajo, lo que empeora su panorama y hace más difíciles sus días.
Cuando se levanta temprano por la mañana, mira el cielo, junta sus manos y exclama con un clamor que desgarra su interior ¡Ay diosito, ayúdanos a salvar el día! y con ello se alimenta de fe y ese día agradece por lo poco que pone en su mesa.
A pesar de ser pensionada, los 250 mil que cobraba hasta mediados de abril no le alcanzaban para cubrir su necesidades; ahora que serán 400 mil, tampoco podrá hacerlo. La hiperinflación que vive Venezuela hace que su dinero se disuelva, pues su pensión representa unos 2 dólares a la tasa paralela que en las últimas semanas de abril pasa los 190 mil bolívares.
Según el Centro de Documentación y Análisis para los trabajadores, con un sueldo de 250 mil bolívares, una familia venezolana necesitaba en marzo del 2020, unos 77 salarios mínimos para poder cubrir su alimentación y es allí cuando Beatríz piensa en el tiempo que tiene sin comer carne porque no le alcanza con sus ingresos.
Ya ni siquiera recuerda su sabor “esa vaina es qué” dice mientras se ríe, aunque deja escapar un suspiro que la llena de nostalgia. Pese a recibir los alimentos que vende el gobierno de Maduro a través de los Clap, dice que eso resuelve muy poco y que además “llega cada año por la cuaresma”.
Los contados beneficios que le llegan por por el carnet de la patria, relata que no le alcanzan para nada y eso cuándo le llegan. Compra de a poco, un par de huevos, una harina, unas verduritas “cuando se puede” y así va resolviendo.
Una de las cosas que la atormentan, es que su hijo haya tenido que dejar la universidad porque no contaba con los recursos para cubrir los pasajes diarios “él estudiaba en el tecnológico en Trujillo, pero la situación cada vez se fue poniendo peor, a tal punto chamo, que tuvo que retirarse. Ahora, como quiere seguir estudiando se inscribió en la Aldea (UBV)”.
Pero por ahora, solo piensa en lo que vive en este presente confuso. La pandemia la sorprendió como a los miles de venezolanos que viven del comercio informal o de trabajos que realizan a diario, en medio de una crisis humanitaria compleja, y sin tener un respaldo que la ayude a sobrevivir al confinamiento.
Con los problemas de gasolina que azotan a Trujillo y sin transporte público, se ve obligada a comprar en las bodegas de su comunidad, donde los precios son más altos y el dinero le rinde menos.
Ella es parte del grupo vulnerable ante el Covid 19 por ser de la tercera edad, sin embargo, no le queda de otra que buscar su sustento diario, sin trabajo y con la esperanza de que mañana será mejor. En el patio tiene unas matas de yuca y de cambur que espera pronto den cosecha.
“Si no nos mata el coronavirus, nos mata de un infarto esta situación. Por eso prefiero no pensar en el futuro, tampoco tengo tiempo para eso, solo pienso en cómo resolver el día y vivo del como vaya viniendo vamos viendo… y le pido mucho a Dios” cuenta Beatriz, quien en más de cuarenta días de confinamiento, solo a salido en un radio cercano, unas cuantas veces, y ha sido para ver cómo resuelve “la papa”.
Encerrada, con miedo de infectarse, bajo la preocupación de cómo alimentarse a diario, Beatriz sólo espera que de esta situación aprendamos algo, que mañana seamos mejores personas y que si “Dios nos libra de esta” podamos aplicar la lección, ser una mejor humanidad.
“Yo le pido mucho a Dios, aunque pienso es un castigo suyo para enseñarnos a ser mejores personas…y qué más queda, que Dios nos agarre confesados y nos saque de todo esto, incluyendo de este gobierno”
Beatriz vuelve a la mesa de madera, toma el enchufe blanco, enciende la cocina y coloca una olla con agua, busca las lentejas que le quedaban y las vacía dentro. Las tapa y se acerca a la ventana, ve pasar a un vecino y le grita “epa chamo, cuánto te costó esa harina ¡150 mil!”… se aleja de la ventana y mirando el reloj se dice “si esto continua así, pobrecitos de nosotros, iremos a morir de hambre”.