En los inicios de un nuevo año escolar, quiero insistir en la necesidad de una educación crítica. Frente a la creciente colonización de las mentes y la pretensión de imponer la dictadura de un único pensamiento; frente a la proliferación de dogmatismos y absolutismos, que pretenden aparecer como los únicos dueños de la verdad; la educación debe orientarse a formar personas críticas, capaces de pensar con su cabeza, de pensar el país para poder contribuir a transformarlo. Según Paulo Freire, “la función principal de la educación es hacer personas libres y autónomas, capaces de analizar la realidad que les rodea, y transformarla mediante su participación libre y responsable”.
Educar requiere hoy, más que nunca, formar hombres y mujeres pensantes, cabezas bien formadas, para hacer frente a las tormentas económicas, sociales, éticas y políticas que nos castigan sin misericordia. Hoy no es suficiente enseñar a conocer: hay que enseñar a razonar. Por ello, necesitamos una educación que promueva el análisis crítico de la realidad que vivimos y capacite para reconstruir y reinventar a Venezuela.
Crítica que debe ser, primero que nada, autocrítica permanente como medio esencial para cambiar, para irse superando. Autocrítica como medio para alcanzar la autonomía intelectual y moral. Nadie supera sus debilidades si no comienza por reconocerlas. En palabras de Pascal, “la grandeza de un hombre consiste en reconocer su propia pequeñez”. Autocrítica para aceptar las limitaciones e incoherencias, que lleve a un testimonio coherente, valor esencial en estos tiempos de tanta retórica y palabrería, de tanta mentira, de tanto relativismo ético y doble moral, de tanto juzgar y culpar al otro sin ver las propias carencias y contradicciones.
Venezuela necesita de ciudadanos comprometidos con caminos de cambio, críticos y autocríticos, que hablan lo que creen, viven lo que proclaman, testimonian el compromiso con el país nuevo que pretenden. Esta actitud de crítica, autocrítica y búsqueda de coherencia, supone, entre otros, el valor de la humildad, para aceptar como igual al otro diferente, para considerar la diversidad como riqueza, para reconocer que uno no es el dueño de la verdad.
Por ello, hoy más que nunca, necesitamos educadores, que estimulen la pregunta, que promuevan el análisis crítico de discursos, propagandas, propuestas y hechos; de las actitudes autoritarias, dogmáticas, o vacías de significado. La pregunta y la duda, más que la respuesta, constituyen lo medular en los procesos educativos. Tener preguntas es querer saber algo, manifestar hambre de aprender. En consecuencia, la educación más que enseñar a responder preguntas, debe enseñar a preguntar respuestas. Es lo que repetía Simón Rodríguez: “Enseñen a los niños a ser preguntones, para que pidiendo el por qué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón, no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos”. También resultan iluminadoras las palabras de ese gran maestro cubano, José Martí: “Como la libertad vive del respeto y la razón se nutre de lo contrario, edúquese a los jóvenes en la viril y salvadora práctica de decir sin miedo lo que piensan y oír sin ira ni mala sospecha lo que piensan otros”.
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