La pobreza y la miseria, la muerte por hambre o por falta de medicinas, es un paisaje cotidiano al que no podemos ni debemos acostumbrarnos y tiene que causarnos una indignación cada vez mayor, ya que la miseria en sí misma supone una violación de numerosos derechos humanos básicos y esenciales.
Sólo si somos capaces de leer los números aterradores de los diagnósticos de la situación de Venezuela con los ojos del corazón, lograrán conmovernos, indignarnos y comprometernos a trabajar con tesón para resolver los graves problemas que están ocasionando montañas de sufrimientos inútiles pues podría evitarse si en el corazón de los que nos gobiernan hubiera un destello de compasión. De ahí la necesidad de ponerle rostro a la miseria y el dolor, y ver en cada persona que sufre un hermano o una hermana nuestros, con un nombre propio y una historia concreta, con derecho a ser y vivir dignamente, que sufre, sangra, grita, llora, muere… Habría por ello que hablar de las dentelladas del hambre permanente y atroz, que embrutece las mentes, carcome y debilita los cuerpos y siembra un frenesí de rabia en la vida, hasta que va languideciendo y la existencia es ya tan sólo un débil respirar al lado de la muerte. Del desespero de tantísimas madres que no tienen qué darles de comer a los hijos, o del dolor enroscado en su alma al no poder comprar las medicinas y calmar los sufrimientos de ese ser querido que se queja por horas y aguanta impotente los zarpazos de la muerte. De la angustia de millones de trabajadores y profesionales que ven cómo se evaporan sus sueldos sin poder remediar ninguna de las necesidades esenciales. Del llanto callado y el desprecio a sí mismas de tantas jóvenes y mujeres que se echan a la calle a vender su cuerpo a quien sea para llevar a la casa un pedazo de pan. De la humillación de los que hurgan en los pipotes de basura en busca de algún trozo putrefacto de comida. Del calvario de los que llevan de hospital en hospital a su familiar enfermo y en ningún sitio lo reciben, y ven impotentes cómo sufre e incluso agoniza ante sus ojos. De la humillación de miles de ancianos que deben aguantar larguísimas colas y hacer sus necesidades en la calle para cobrar una pensión que no les alcanza para nada.
De la angustia de tantísimos maestros y maestras que no pueden llegar a la escuela porque no encuentran transporte o el sueldo no les alcanza para pagarlo. Del dolor y angustia de los millones que han abandonado o piensan abandonar el país huyendo de la miseria y la falta de esperanza, y enfrentan un futuro incierto en un país extraño y desconocido. Del llanto callado e inconsolable de tantos niños que sufren el desarraigo al haber quedado sin sus padres. De la rabia e impotencia de tantos presos políticos que no pueden aceptar que el mero disentimiento o su decisión de trabajar por salvar a Venezuela sean motivos para ser apresados, maltratados o incluso torturados. De la angustia de millones que al abrir el grifo ven que por semanas y meses sigue sin salir una sola gota de agua o el miedo a pasar otra noche interminable sin luz y vivir el desvelo no sólo por el calor, sino por estar pendiente que los zancudos no sigan destrozando las tiernas carnes del bebé de escasos días.
Por todo esto, si somos dignos debemos indignarnos y convertir nuestra indignación en trabajo constante y sostenido para acabar con tanto sufrimiento y lograr que en Venezuela todos podamos vivir con dignidad.