Este 11 de septiembre se cumplieron 22 años de una fecha que los más jóvenes no conocieron en su trágica dimensión, pero quienes hemos vivido un poco más recordamos como un verdadero quiebre en la historia de la humanidad.
Aquel día observamos con horror y en vivo, a través de la televisión, como una serie de atentados terroristas sacudían los Estados Unidos. Esa mañana de 2001, cuatro aviones comerciales fueron secuestrados por extremistas del grupo Al-Qaeda, la mano que provocó una tragedia que cobró la vida de casi 3.000 personas y cambió el curso de la política y la seguridad internacional para siempre.
Dos de estos aviones fueron dirigidos contra las emblemáticas Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York. El impacto y el posterior colapso de los edificios fueron transmitidos en tiempo real, dejando a millones de espectadores en todo el mundo impactados, ante la magnitud del hecho.
Simultáneamente, otro avión se estrelló contra el robusto edificio del Pentágono en Arlington, Virginia, sede del Departamento de Defensa de EE.UU. Esa nación estaba bajo un ataque coordinado sin precedentes.
Sin embargo, la historia de ese día también incluye un hecho heroico en el estado de Pensilvania, donde los pasajeros del vuelo 93 se enfrentaron a los secuestradores y, en un acto de sacrificio heróico, derribaron la aeronave en un campo vacío para evitar que alcanzara su objetivo, posiblemente el Capitolio o la Casa Blanca.
Aquellas acciones brutales dejaron cicatrices imborrables en el tejido social y político del mundo entero. El odio y la violencia alcanzaron su punto más álgido, pero también se trata de un día que nos enseñó la urgencia de la paz, la cooperación y el diálogo como antídotos al horror.
Esos actos de violencia sirvieron para apuntalar el miedo y la desconfianza, pero no lograron alcanzar sus objetivos, ni lo harán jamás. En cambio, cosecharon un repudio global, que dejó claro que no serán tolerados ni aceptados por el mundo, ni antes ni ahora.
El legado de aquellos atentados es profundo y duradero, tanto que llega hasta hoy. Ese 11 de septiembre nos dejó numerosas lecciones críticas, que debemos tener presentes y aplicar en un mundo aún lleno de desafíos y amenazas.
En primer lugar, dejó sentado que el extremismo y el terrorismo pueden afectar a cualquier sociedad en cualquier parte del mundo. Jamás la primera potencia mundial había recibido un ataque en su propio suelo continental.
Eso era algo que se consideraba imposible y, sin embargo sucedió. Más que eso, fue atacada en su corazón financiero y militar, con una desproporcionada cifra de fallecidos civiles en cosa de minutos.
De allí en adelante, nada volvió a ser seguro en el mundo.
Esa desgracia que nos golpeó tan duramente como humanidad, nos unió también en la urgencia de evaluarnos y de reconstruir un tejido de seguridad que quedó herido para siempre; pero que también ha aprendido mucho en este largo trecho, respecto a cómo cuidar a las naciones y a su gente. Porque la maldad existe, anda suelta y puede llegar a ser muy poderosa. Eso no ha cambiado, y si lo ha hecho es para peor.
En segundo lugar, el acto heroico de los pasajeros del vuelo 93 en Pensilvania resalta hasta dónde puede llegar el compromiso y el valor de la ciudadanía civil y común en un momento crucial.
El silencioso monumento levantado en el lugar donde el avíon se precipitó a tierra, tras una pelea entre los secuestradores y los secuestrados a bordo del aparato, es testimonio de cómo el ser humano es capaz del valor, del desapego y del último sacrificio cuando se enfrenta a la vida y la muerte como las dos caras de una moneda.
En lugar de responder al terrorismo con más violencia, debemos hacer un esfuerzo responsable en la promoción de la cooperación. La paz no es simplemente la ausencia de guerra; es un estado de armonía en el que las naciones y las personas pueden convivir en prosperidad y seguridad.
La educación desempeña un papel determinante en la promoción de la tolerancia. Debemos enseñar a las generaciones futuras los valores del respeto y la empatía. Tenemos que garantizar que todas las voces sean escuchadas y que todas las personas sean tratadas con igualdad y justicia. La intolerancia y la discriminación solo alimentan el resentimiento y la alienación, lo que puede llevar a indeseados desenlaces trágicos.
La cooperación no significa que debamos renunciar a nuestras diferencias, sino que debemos abordarlas a través del diálogo y la negociación en lugar de la violencia.
La tragedia del 11S nos dejó un legado de dolor, pero también de solidaridad y resiliencia. Hoy debemos tener presente la importancia de promover la paz, la cooperación y el diálogo como vías para construir un mundo mejor. El terrorismo nunca será la respuesta.
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