El salto tecnológico que se nos viene encima, y que habrá de impactar a los procesos productivos y al empleo en los sectores más diversos, ha sido bautizado bajo el apelativo de Cuarta Revolución Industrial. Aún para las economías más avanzadas, esta nueva revolución habrá de representar retos superlativos. Los mismos pondrán a prueba no sólo la capacidad de innovación de sus aparatos tecnológicos sino, de manera aún más significativa, la resiliencia de sus sociedades frente a cambios mayúsculos.
¿Cómo puede América Latina prepararse ante este tsunami que se avizora en el horizonte? Enfatizar los aspectos poco ortodoxos de su idiosincrasia podría resultar quizás la mejor manera de hacerlo. La región dispone, en efecto, de recursos muy particulares en materia de improvisación y de adaptabilidad ante situaciones cambiantes. Estos recursos podrían llegar a resultar invalorables ante cambios tectónicos como los que se avecinan.
América Latina, como señalábamos en nuestro artículo anterior, se encuentra en la periferia del mundo occidental. Los valores occidentales que nos legó la colonización y que se identifican con la civilización greco-romana y con la cristiandad, no resultaron nítidos. Ello, pues de partida el mundo ibérico que nos colonizó tenía problemas no resueltos de identidad. Su larga coexistencia con musulmanes y judíos y la fuerte reacción de un integrismo católico que se cerró al Renacimiento y la Ilustración, hicieron de ese mundo un componente complejo. Dicho componente se amalgamó en circunstancias llenas de drama y trauma con indígenas y africanos. El resultado de ello fue una identidad plural y complicada. Una identidad proclive a conflictos sociales y psicológicos y en busca de un arraigo siempre elusivo.
Esta condición de habitantes de la periferia occidental nos ha dotado de una manera particular de pensar. Junto a la capacidad para movernos dentro de la lógica convencional, disponemos de un importante reservorio de intuición e imaginación con el cual impregnamos a aquella. Esta mezcla, apta para enriquecer o distorsionar nuestra óptica perceptiva, potencia lo que hoy se denomina como pensamiento lateral. La creatividad y la capacidad de improvisación nos vienen en efecto dadas de manera natural. El método, la sistematicidad y la disciplina de pensamiento y de acción nos resultan, en cambio, más difíciles de alcanzar. Quizás sea por ello que América Latina se ha convertido en la tierra del mañana nunca realizado. Eso sí, constituimos la tierra de la flexibilidad mental por excelencia.
En su libro clásico La Estructura de las Revoluciones Científicas, Thomas Kuhn acuñó el término paradigma. Este alude a un sistema de creencias que provee una visión unificada e integrada del mundo circundante. Una vez aceptados, estos sistemas de creencias resultan muy difíciles de alterar, las novedades no sólo emergen con dificultad, sino que deben enfrentarse al entramado de expectativas creadas por las visiones prevalecientes.
Sin embargo, la rapidez de los cambios que la Cuarta Revolución Industrial traerá consigo será tal que sólo la posibilidad de aprender, desaprender y volver a aprender en rápida sucesión,
permitirá adaptarse a ellos. No en balde Alvin Toffler señalaba que los analfabetas del siglo XXI serán aquellos que no sepan adaptarse a esa triple aptitud. Atarse a paradigmas sería, por consiguiente, la mayor expresión de analfabetismo. Es allí donde el método, la sistematicidad y la disciplina pueden convertirse en anclajes al conocimiento aceptado, reñidos con la fluidez del salto tecnológico.
Es así que un sistema educativo de vanguardia, como lo es el de Finlandia, está cambiando su método de enseñanza. La creatividad, el pensamiento crítico y la resiliencia están pasando a ocupar la prioridad, a expensas de la acumulación de conocimientos. Los conocimientos resultan de valor secundario, en efecto, en momentos en que un iPhone contiene más información de la que se puede llegar a requerirse a lo largo de una vida entera. La adaptabilidad a los entornos fluidos, en cambio, resulta fundamental. Es ella la que capacita para aprender, desaprender y volver a aprender.
Lo anterior entra en sintonía con la idiosincrasia latinoamericana, maestra en materia de improvisación y adaptabilidad. Es por ello que en lugar de adoptar y adaptarnos a sistemas educativos convencionales, tales el Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes de la OCDE, deberíamos abrazar nuestra especificidad cultural.
Simón Rodríguez, quien en tiempos de la independencia se preocupó como nadie más por el tipo de educación que debían recibir las poblaciones recientemente liberadas, insistió siempre en la necesidad de ser originales. En adaptar la enseñanza a la propia idiosincrasia, en lugar de importar modelos ajenos a las propias realidades. Hoy, más que nunca, sus planteamientos cobran plena vigencia. Nuestra originalidad será nuestra mejor carta en el mundo en permanente transformación que se avecina.