“Memorias humildes han de conservarse en letra perdurable. Esa selva ha de asaltar al hombre en cualquier rincón del mundo y conmoverlo con la auténtica universalidad del lenguaje de profunda mirada que de tanto meterse en las cosas ya no las describe ni las acumula, sino que nos da su sentido, su quintaesencia y la estela de sus relaciones ocultas. El camino de perfección de Armas Alfonzo es de profundidad en sus moradas interiores, de tal modo que lo que comenzó como una visión desde afuera fue haciéndose visión desde adentro” Orlando Araujo en “Narrativa venezolana contemporánea”
Este martes nueve de noviembre se conmemora un año más de la ausencia de un buen escritor y venezolano, guardador de memorias sobre una Venezuela que aun cuando desaparecida, existe en la esencialidad de lo que somos. Alfredo Armas Alfonzo nacido en Clarines el 6 de agosto de 1921, falleció en Caracas un día como éste, que en aquel año 1990, fue viernes. En este tiempo de convulsiones internas y mundiales, que marcan en el alma nacional dispersiones afanosas motivadas en las incertidumbres del presente y el porvenir, su memoria es aliciente para hurgar en ella un modo de ir hacia la esencia de lo que somos y nos distingue como paisaje con naturaleza humana. Mucho quisiera que esta invitación para todos aquellos que refugian su angustia dentro y fuera del país, contribuya para adentrarnos en esa esencialidad.
Alfredo Armas Alfonzo, fue haciendo su modo existencial en esta tierra de Venezuela desde su temprano aprendizaje en la casa 8 de la calle El Sol de Clarines marcado, por los cuentos memoriosos de la abuela Mamachía desde el chinchorro colgado en la sala grande, por el hallazgo de las cajas de negativos en el cuarto de fotografías del tío Ricardo Alfonzo Rojas y por el arcón de los recuerdos del entramado familiar de los Armas con los de otros apellidos que, sembrados en la vastedad de esos territorios, guardaban testimonios desde los tiempo del memorable trasbisabuelo Calixto Vicente de Armas, quien había uncido el carro familiar a la gesta independentista tras su declaración fechada en Guanape el 30 de septiembre de 1820, recogida en su momento por el “Correo del Orinoco”. Sobre éste y otros héroes civiles de nuestra independencia patria, habrá que volver para insistir en nuestra memoria de pueblo.
Alfredo Armas Alfonzo recibió el acervo hereditario de venezolanidad marcado por las “conversas” de la abuela Mamachía, quien desde el chinchorro los tejía en la oralidad de los recuerdos donde se mezclaban las violencias de las guerras y montoneras que recorrían los caminos de la amplia depresión que el rio Unare abre para la conexión del centro con el oriente y sur del país, y con las historias de diversos personajes que menudeaban en la geografía humana de esos paisajes. Tierra seca de pedruscos y chicharras que ardía en veranos; también inundada por las lluvias de inviernos que se recogían en los pequeños ríos de los pueblos alimentadores, con aguas e historias del expandido rio Unare.
De nuestra madre Ligia, -nacida el año 1916 en “Navarro”, un fundo a medio camino entre Guanape y Valle de Guanape-, guardamos memorias de diversas historias que le escuchamos sobre esos espacios donde vivió su infancia y adolescencia, con su padre Roberto Domínguez y en especial con su madre Susana Armas, una recia mujer de su tiempo, quien murió de una larga enfermedad en 1943 algunos meses después de yo haber nacido, por lo cual no la disfruté y tampoco las melodías de su mandolina de la cual era buena ejecutante, según me contaron después.
También nos viene a la memoria el recuerdo de un verso que a mi hermana Itala relataba la tíabuela Luisa Domínguez, a quien visitábamos con frecuencia en su casa “villa luisa” de la calle España de Catia, que hablaba de las desolaciones del largo verano en esas tierras durante la cuaresma, cuando los florecidos araguaneyes, envueltos en la musicalidad de las chicharas que clamaban por lluvias, cubrían los suelos de amarillas flores muertas, hasta cuando el rio –en la segunda quincena de mayo- inundando las tierras, lavaba las alfombras amarillas de los araguaneyes.
Así como el Gabo hizo de Macondo un espacio universal en sus “cien años de soledad” y Juan Rulfo recrea el mundo enlazado de lo real y lo imaginario donde “Pedro Páramo” se envuelve: “vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre,..”; Alfredo Armas Alfonzo hace de esas tierras del Unare, y en especial de Clarines, la referencia desde donde cultivar en pequeñas narrativas el tramado del realismo -que sacado desde la tierra muerta de sed no solamente de aguas sino también de injusticias-, se va adentrando en la mismidad para hacer introspección en el alma del presentador, participante y testigo quien nos deja en micro-historias, la pasión con la que hemos existido como pueblo en este paisaje.
“El nombre del rio lo dejaron allí entre las piedras, como un recuerdo, los indios, los padres o los abuelos de ayer o los padres y los abuelos de más allá de éstos, que tampoco pertenecen a un tiempo presente porque esta historia es vieja y es ahora la primera vez que se cuenta” nos deja constancia triple AAA en “Los desiertos del ángel”.
Las historias oídas en la celadora atención, junto a las experiencias vividas en los caminos diversos de su entorno, son abundantes fuentes donde alimenta el fluir (educere) de su narrativa que lo transforma en un echador de cuentos de extraordinaria riqueza, a los que hay que acudir también, para conocer historias de tiempos anteriores como la guerra federal en su paso ruidoso y ruinoso por esas tierras. “¡Viva Yaguaracuto! … ¡Abajo los azules! … ¡Vivan los amarillos!” nos levanta con esa consigna desde “Los cielos de la muerte”.
Esas historias mínimas que no ocultan la realidad al pretender embellecerlas con la palabra escrita, sino que la deja aparecer como la presenta la oralidad; tal como es en el clima del ambiente donde se sucede y entonces, con sencilla inocencia aprovechar el atisbo luminoso en algún personaje secundario o en un detalle del momento, para mostrar las rutinas que están en la esencialidad de lo que sucede; al igual como la muerte está presente en el tañido de las campanas de la iglesia, en el Clarines de sus memorias desde la infancia.
Alfredo Armas Alfonzo, con la curiosidad abierta a esa realidad mágica e inquieta, con la mirada dispuesta a buscar y hurgar en ella para ir encontrando trazos de vida en la tierra y su siembra en las pasiones de quienes la pueblan y también, con la laboriosa paciencia amorosa de atenderlas y conservarlas, las fue enlazando como el trenzado de las sillas de guayacán y cuero de ganado, donde sentar a tierras, eventos y personajes para que sean ellos los que nos echen el cuento; un gesto que la modestia del autor permite a sus narrativas, las cuales se nos presentan siempre frescas, en el tono de una conversación sombreada con la brisa de las tardes sobre sillas recostadas contra muros encalados.
Alfredo Armas Alfonzo, con el tesoro de las pequeñas historias es uno de los grandes iniciadores del cuento y relato breves en nuestra narrativa nacional, hasta alcanzar en “El osario de Dios” una conjunción de cuentos, -algunos brevísimos-, que me asemeja esa suerte de novela entramada al estilo de “Rayuela” de Julio Cortázar, que puede leerse en diversa secuencia, y aun cuando son relatos distintos enlazan un tejido de espacio, tiempo y vidas que va más allá de la estampa, alcanzando niveles existenciales que superan la precariedad que pudiera ofrecer lo breve. Esta obra le mereció el premio nacional de literatura en 1969.
Alfredo Armas Alfonzo en su libro “sobre ti, VENEZUELA”, bellamente impreso por Ernesto Armitano, Editor, del cual tomo el título de este artículo, sale de Clarines para hacer un viaje por los puntos cardinales de Venezuela y los varios caminos del país desde Cumaná a Táriba del abuelo alfarero, para andar pasos y alientos de vida en hombres y mujeres, sobre imágenes graficadas con narrativas enlazadas de microhistorias en palabras y fotos blanco y negro de la rolleiflex compañera. En otros artículos referiremos sobre ésta y otras obras; concluyo éste, con extracto del poema “Quiero estarme en ti…” de Antonio Arraiz, el cual le sirve de pórtico:
“Quiero estarme en ti, junto a ti, sobre ti, Venezuela, / pese aún a ti misma. / Quiero quedarme aquí, firme y siempre, / sin un paso adelante, sin un paso hacia atrás. / he de amarte tan fuerte que no pueda ya más, / y el amor que te tenga Venezuela, / me disuelva en ti. / Quiero ser de ti misma, de tu propia sustancia, / como roca; / o quizás echar hondas, infinitas raíces, / enterrarme los pies / como árbol, / y plantarme en ti, del modo / que no me conmuevan.”
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