Adriano González León, escritor sin tiempo ni perdón de Dios | Por: Abel Ibarra 

Plotino decía que “una única alma existe en muchos cuerpos”, adagio que brilló como estrella en el cielo de los neoplatónicos, luego de liberarse de las sombras del Mito de la Caverna. Pero Adriano, complacido en contradecirlo todo (allí está su programa de televisión, Contratema), decidió que el asunto es al revés. Un mismo cuerpo es capaz de contener múltiples almas, cosa que demostraba, por obra de encantamiento, al apropiarse del espíritu de los personajes que habitan la literatura desde que el mundo es mundo. Saltaban de las páginas impresas en la memoria, colándose por su voz de papel de lija, que parecía invocar el primer día de la Creación. ¡Hágase la luz!… y subía por la rampa de reminiscencias Bauhaus hasta el aula 201, al final del pasillo de la Escuela de Letras, donde nuestros sueños se anudaban con los rigores académicos. Adriano se ajustaba la corbata de amarillo frutal sobre el cuello de exacta simetría, a lo Mondrian, con cuadrícula perfecta que no deja espacio para duda alguna del buen gusto. El hilo tejido a intervalos de seda cruda, caía en perfecta combinación entre el paltó de verde indeciso, emulación, decía con coquetería masculina, de los chaguaramos que le dan sombra al Jardín Botánico con su temblor de árboles nerviosos. Desde ese momento, Adriano pasaba de persona, de profesor de Tendencias Literarias Contemporáneas, a personaje que encarnaba la vida de todos los héroes que aparecían en el programa de cursos como promesas de papel. 

Adriano era otro y el mismo. Cuando llegaba al salón, carraspeaba, quizá una manera de afinarse la garganta para que los seres que habitan en los libros cogieran confianza y se atrevieran a rondar por aquellos pasillos plenos de modernidad, sin miedo al temblor ancestral que sirve de alimento a los fantasmas. Adriano se para frente al pizarrón. Mira en torno suyo con paneo de ciento ochenta grados para cerciorarse de que llegó al mundo de donde lo habían sacado los Diálogos de Platón. Y comienza a narrar con tono de Magister Dixit que conversa personalmente con Gilgamesh, el primer héroe que invadió la realidad a fuerza de seguirle la pista a la Fuente de la Eterna Juventud, en aquella Mesopotamia de barro que sobrevivió entre ríos donde nos comenzó la vida. Pausa. Vuelve a mirar en derredor y todos quedamos extasiados frente a la elocuencia seductora del profesor que parecía esfumarse entre el oxígeno de los relatos que le surgían a guisa y manera de un encanto inédito. Adriano narraba los avatares del sumerio como quien escribe una novela, con una cercanía tan íntima que parecía estar contando su propia aventura. Y, en efecto, luego de tanta vuelta por el mapa sonoro de las palabras, regresaba al Trujillo de sus orígenes donde descubrió el díctamo real, planta que sólo pueden ver los ciegos y los venados, cogollo vegetal de alta fragancia que cultiva como hierba de la memoria, para émulo del propio Gilgamesh. A partir de ese hallazgo logró hacerse de una cualidad ectoplasmática, esa fruición anímica que le permite a un cuerpo desdoblarse en la geografía espiritual de otro para que la vida vuelva a comenzar.  

Y por ese pasadizo logró encontrarse con una de las invenciones más altas de la poesía: el duende que García Lorca inventó para lograr la transustanciación del idioma en vida. Y, por añadidura, le expidió un pasaporte de trasmundo que le ha permitido continuar habitando entre nosotros, a pesar de que ya tiene dieciséis años que se despidió de la tierra. Amén.   

 


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