Por Antonio Pérez Esclarín
El pueblo venezolano es un pueblo profundamente apegado a la madre que, en infinidad de casos, debe ser padre y madre a la vez e incluso, como dice la canción, lo es todo: hospital, iglesia, escuela. De ahí que sea un pueblo eminentemente mariano y siempre ha sentido a María, la Virgen, un atajo y un medio para acercarse a Papá Dios. Por ello, en los momentos de crisis, desorientación y penuria que estamos viviendo debemos volver los ojos a María que, estrella de la mañana, ilumina el camino hacia la plena realización personal y comunitaria por haber vivido a cabalidad, en medio de las dificultades y problemas, su ser de mujer y de madre.
De los muchos rasgos de María de Nazareth, voy a elegir uno que es raíz de todos los demás: Ella fue una mujer de fe y de esperanza. Por ello, estuvo siempre atenta a la voz del Señor, reflexionando los acontecimientos en su corazón para actuar en ellos como Dios quería. Y como el plan de Dios era -y sigue siendo- construir la sociedad del amor y la fraternidad, la fe esperanzada hizo a María solidaria, colaboradora, entregada al servicio de los demás, especialmente de su hijo, al que ayudó a vivir su propio proyecto de vida, aunque ella no siempre lo comprendiera y le causara un enorme sufrimiento.
Ser madre no es hacer al hijo a su imagen y semejanza, sino ayudarle a realizar su misión en la vida, a recorrer los caminos que él elija, aunque sean distintos a los que deseó la madre. No olvidemos nunca que el amor abraza, pero no retiene, que, si es verdadero, no genera dependencia sino que da alas a la libertad liberadora y responsable.
Celebrar el Día de la Madre nos lleva necesariamente a hablar de la familia, pues la madre es imposible sin los hijos y sin un hombre que posibilite la maternidad. En consecuencia, la celebración del Día de la Madre debe ayudarnos, en estos días tan difíciles a fortalecer la familia como lugar de convivencia, respeto, honestidad y solidaridad, y asumir responsablemente el papel que le corresponde a cada uno: madre-esposa, padre-esposo, hijos-hermanos.
Si queremos familias sólidas, debemos comenzar por fortalecer la pareja. El matrimonio debe entenderse como un noviazgo eterno, que exige mucho cuidado, abnegación y disciplina. La indiferencia lo gasta y la violencia lo destruye. Para mantener vivo el amor y superar las dificultades y conflictos que sin duda vendrán, es muy importante cuidar los detalles; mantener el buen humor y cultivar la esperanza en estos tiempos donde crecen la desesperanza y el pesimismo; ser muy comprensivos con los cansancios, problemas y preocupaciones del otro; evitar todo lo que desagrada al compañero o compañera; escuchar con atención y comunicarse siempre; alabar lo que hace bien o le cae bien; ser honesto y muy sincero; evitar la rutina y la monotonía en todo.
El amor verdadero es siempre fecundo: produce hijos, ilusiones, sueños, metas, entrega a los demás. El amor de pareja no sólo debe irradiar a los hijos y resto de la familia, sino que debe extenderse a todos los demás. Una familia que viva encerrada en sí misma, pendiente sólo del progreso material o de resolver únicamente sus problemas, sin ojos, oídos y manos para los demás, no está alimentada por un verdadero amor.