San Rafael de Carvajal, inmerso entre caseríos y pueblitos; estaba entrelazado por los caminos y los caminantes acompañados por las recuas que llegaban de San Lázaro, de La Loma del Medio, de Las Aguaditas y de Jiménez. Por esos caminos pasaron los conquistadores que venían de El Tocuyo, Bolívar en su cansado viaje hasta Trujillo para la firma del Decreto de Guerra a Muerte y hasta Andrés Eloy Blanco subió con sus rimas y versos.
Los caminos parecían venas dispersas que recorrían la piel de Carvajal como si estuviera dormida entre los vaivenes de la historia. Algunos corrían desde el sur paramero buscando el norte tibio; otros subían y cabalgaban del oriente al poniente. De los caminos que descendían de las tierras parameras, uno muy andado, se iniciaba en San Lázaro. Primitivo, quebradizo, seguía las márgenes del bullicioso río Jiménez. El camino remontaba las travesías cortas, subía y bajaba una y otra vez mientras las aguas golpeaban las piedras y a los recodos de arena llenos de mariposas sedientas. En el valle, como una garganta estrecha, el río bajaba en medio de bucares de flores anaranjadas en diciembre. Después abandonaba al río y saltaba entre los peñascos olorosos a miedo de El Salto del Diablo. Solitario continuaba entre pajonales y arbustos casi secos hasta la Loma de San Isidro donde conquistaba el primer descanso. Luego bajaba por la ladera hasta que se arrinconaba en Los Chorros, hoy arrasados, y continuaba por la travesía en la que se oían las guacharacas alegres en las tardes, hasta la Loma de San Rafael adornada con las casas de los Trejo. Aquí ventilaba un descanso entre chivos y burros amarrados a los árboles de ratón. Era un camino musical desde donde cada tarde, desde el bar de Papujo, se oían los arrepentimientos postergados de Antonio Aguilar:
“Por el amor a mi madre
voy a dejar la parranda…”
Luego impulsaba el paso por La Batea y corría por la bajada de curvas rellenas de grietas hasta que visitaba sigiloso a San Genaro.
De más arriba, del sur, crecía un camino indígena que saltaba de espinazo en espinazo, de cerro en cerro, desde Santiago. Subía hasta el filo de los Ruices y se unía con otra ruta indígena, el de La Loma del medio, el mismo camino que atravesó Juan Bautista Araujo, El León de la Cordillera, en el siglo XIX. Un camino sudoroso que silbaba en el Alto de los Barros. Alcanzaba a El Alto de la Cruz como un dibujo sobre la tierra. El Alto de la Cruz, la cumbre carvajalense, el sitio más elevado y que señala el sur del municipio, hace recordar aquel viaje de Magallanes y Elcano del siglo XVI cuando observaron por primera vez la constelación de La Cruz del Sur, lejos, allá donde termina el continente. El Alto de la Cruz en el pasado de casas lánguidas; disfrutaba de las flores de hortensias como samaritanas que amurallaban los frentes de las casas. El camino rozaba los camburales, los olores de los apios recién arrancados y las siembras de café con flores pequeñas y blancas llenas de abejorros que los niños les decían “pegones”. De El Alto de la Cruz, cerca de la iglesia, discrepaban dos caminos: el de la izquierda, seguía por la cresta de la loma entre árboles de cedro, cruzando en la casa de Braulio Segovia, y descendía zigzagueando hasta que entraba apaciguado a la quebrada de El Carbón, la que destruyó a Agua Negra en 1969. Serpenteaba por la travesía hasta reconciliarse con el camino de la cuesta de los Téllez.
El otro camino bifurcado en el Alto de la Cruz atravesaba La Pueblita y visitaba las casas de Justiniano, siempre a caballo; Adriana, conversadora; y Olinto, sobando un sombrero viejo mientras esparcía los olores a café recién colado. Allí se descansaba bajo los horizontes de la Teta de Niquitao. Al otro lado, el horizonte se alargaba para contemplar las terrazas definidas de Valera y Carvajal. Esta ruta resbalosa se tendía entre los callejones amarillentos. Tanteaba la casa blanca de Segundo Téllez con el solar lleno de cambures maduros, “tigritos”. Andaba Segundo Téllez siempre en protesta, responsable, bajaba y recorría Valera: en la radio, en el periódico; muy enojado cuando reclamaba los planes proyectados para los campesinos de El Alto de la Cruz. El camino seguía hasta embestir al que llegaba de la quebrada de El Carbón. Luego, ambos continuaban abrazados, uno solo, herido por las piedras en las orillas de los precipicios calentados por las lagartijas pensativas. El camino cubierto de grandes piedras le daba el adiós a Nicho Olmos, flaco y orador. Visitaba el caserón de Margarita Torres, que parecía una matrona colonial pastoreando tres vacas perezosas. El camino terminaba en la explanada de la Parada de Los Burros en La Cabecera, frente a la casa de Clímaco González como epicentro de las rutas.
Otro camino comenzaba en el río Jiménez, en el pozo más grande que se formaba entre el bucare con raíces que servían de trampolín y dos piedras grandes en la orilla opuesta. Hasta allá bajaban los desocupados de San Genaro y La Cabecera a preparar los sancochos de gallina criolla. Era un camino angosto, plano y sinuoso; entre árboles de mapurite, pardillos, yagrumos, y adornado con arbustos de escobilla que muchos padres utilizaban como látigos rústicos para “aconsejar” a sus hijos. Luego, el camino se volvía ancho en una cuesta encorvada de pendientes, hasta que llegaba a la carretera de la Meseta de San Genaro.
Otros Senderos
En sentido opuesto otro camino nacía del mismo pozo en el río Jiménez. Era ancho, parecía una carretera de tierra apisonada y dura; pasaba por las tierras de Esteban con su botija olvidada y se ondulaba entre los potreros, aguas abajo hasta el puente viejo. Seguía por una cuesta polvorienta que remataba en campo Alegre en abastos La Vigorosa, en la que los caminantes muertos de sed pedían un guarapo de panela con Limón. Por este rumbo de fin de semana llegaban los caminantes de Campo Alegre y El Amparo.
Otro salía de El Cumbe y subía por Agua Negra. Era angosto y bordeado por espinos; enmontado a veces y utilizado por los muchachos de La Cabecera para ir a tomar un baño en el río Motatán o jugar futbol en la cancha pedregosa. El camino continuaba entre las siembras de yuca, cambures y caraotas de Macario, Rufino y Clímaco; hasta llegar a La Cabecera.
De El Amparo, del lado de Valera, partía un camino abandonado y peligroso. Bordeaba los precipicios que terminaban en el río Motatán. Por allá bajaba entre pedruscos sueltos y después cruzaba el puente. Desde esta ruta se observaba a Valera sobre la meseta con sus colinas al estilo romano.
En Cubita nacía el camino que bordeaba la orilla de la meseta entre potreros y siembras de guandú rodeando los maizales olvidados por las lluvias. Llegaba a Coco Frío bajo las sombras de los caracolís, jumangues y jobos colmados de frutos palúdicos.
Otro que alguna vez pudo haber sido el camino real y por el que anduvo Bolívar algún día de 1813 era la ruta que continuaba por el camino de los españoles desde Carvajal y seguía por Chimpire hasta Motatán.
Hoy los caminos de Carvajal ya no son los caminos, son carreteras negras; unos, ya sin pasos desaparecieron absorbidos por los montes; otros, se convirtieron en vías anchas y amarillentas.
Hoy de los caminos de Carvajal solo queda la nostalgia y el recuerdo de sus caminantes.
Compilador Luis Huz Ojeda