Viajar fuera de Venezuela sirve, entre otras cosas, para comprobar la escalada imparable de la inflación y la completa destrucción de nuestro país. En unos días, los precios de algunos productos como la carne, los huevos, los plátanos, el queso o el tomate se han duplicado. ¿Y cómo es posible que, sin guerras ni cataclismos, Venezuela haya quedado devastada en tan pocos años? ¿Cuándo fue que la palabra hambre empezó a ser una vivencia cotidiana para millones de conciudadanos, y que el nivel de vida llegara a estar por debajo del de países considerados muy pobres, como Haití? A nivel mundial, se considera que ganar menos de un dólar al día, indica niveles de miseria. ¿Saben los que nos gobiernan que el salario mínimo hoy ronda por los tres dólares al mes? ¿Saben que con la pensión no se puede comprar ni un cartón de huevos o dos kilos de tomate? Y si lo saben, ¿pueden dormir tranquilos? ¿Se mostrarían tan resistentes a cambiar sus políticas si ellos, sus padres, o sus hijos tuvieran que vivir en las condiciones de la mayoría de los venezolanos?
¿Cómo hemos permitido llegar a esta situación tan catastrófica? ¿Será porque a los que nos gobiernan no les alcanza ninguno de los problemas que sufrimos los demás? ¿Será que la ideología y la retórica les acalló la voz de sus conciencias? Si en verdad les importa Venezuela, si les duelen los problemas de la gente y quieren mitigar su sufrimiento, ¿por qué no apresuran una salida honorable y muy rápida dentro de los cauces que prevé la Constitución? ¿Por qué alargar esa lenta agonía que se traduce en montañas de sufrimiento y muertes?
Uno sale de Venezuela, sin importar el país, y queda deslumbrado al ver los supermercados abarrotados de todos los productos inimaginables y a precios realmente accesibles, y hasta resulta incomprensible comprobar que muchos de esos productos sobre todo de alimentos, bebidas y ropa, son más baratos que aquí. Resulta también sorprendente abrir el grifo y que salga agua, o saber que siempre vas a tener electricidad, y que el transporte funciona muy bien y con una puntualidad que nos cuesta mucho comprender. Uno se admira de ver que en los baños públicos hay papel y jabón y que están extraordinariamente limpios. En definitiva, que todo en el país funciona.
¿Cuándo fue que empezamos a maltratar a Venezuela y a maltratarnos entre nosotros? ¿Por qué hemos permanecido tan sumisos? ¿En qué pensábamos cuando cantábamos con el pecho henchido de pasión el “Gloria al Bravo Pueblo? ¿Cuándo fue que empezamos a acostumbrarnos a este caos y el orgullo de ser venezolanos se fue transformando en miedo y queja?
Recuerdo que hace ya unos cuantos años, yo hice con unos amigos una expedición por los pirineos y, como se nos habían acabado las pesetas, que era entonces la moneda oficial en España, bajamos a un pueblito de unos trescientos habitantes que, por supuesto no tenía banco, pero vimos un letrero que decía “caja rural de ahorros” entramos y le dijimos al señor si aceptaría cambiarnos unos bolívares de Venezuela. El señor no dudó ni un momento: “Por supuesto que sí: el bolívar es una de las monedas más fuertes y seguras del mundo”. Hoy nadie acepta el bolívar al que consideran un papel sin valor. Volver a la patria es regresar al caos y al sufrimiento: en mi casa de Maracaibo me he encontrado sin luz y sin agua. Es constatar que las cosas pueden y deben hacerse de otro modo. Es avivar el compromiso de trabajar con más decisión por enrumbar al país por los caminos de la conciliación y el progreso.