Como ya lo hemos analizado en este espacio, según el artículo 5 de la Constitución, “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, que la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público”. Una vez que a través del sufragio determinamos la forma de ejercer la soberanía, su ejecución pasará a ser realizada por los órganos del Poder Público encarnados por quienes el pueblo eligió, pues sería un despropósito que la ciudadanía tuviera que tomar en forma directa todas las decisiones que cotidianamente implica el funcionamiento del Estado.
¿Pero entonces ese poder del pueblo no es intransferible, según lo afirmado? Claro, confunde la intransferibilidad consagrada en la Constitución, con el hecho de que la soberanía será ejercida por el Poder Público. Pero en primer lugar es aquel Poder Público cuya representación ha elegido el pueblo y en segundo lugar, al pueblo le queda el poder del referendo revocatorio, por medio del cual, según los artículos 71 y siguientes de la Constitución, puede invalidar el poder otorgado.
Realizado el anterior preámbulo explicativo, vayamos al asunto principal planteado en el título de este artículo.
Hasta mediados del siglo pasado, más o menos, se definía la soberanía nacional como el poder del Estado que se acepta sin limitación o subordinación alguna. No hay nada ni nadie que pueda contradecir las órdenes que emanen de los Poderes Públicos. Como coloquialmente se decía en épocas de democracia en nuestro país: ”Después de la Corte Suprema, la Corte Celestial”.
Esa es la concepción anticuada que a los gobiernos autoritarios le queda “como anillo al dedo”, a fin de imponer las normas arbitrarias que emanen de sus órganos, sin base de legitimación. De esta manera, como en esos regímenes tampoco hay la división de los órganos del Estado con su indispensable independencia, no habrá control alguno acerca de la legitimidad de las órdenes emitidas.
Sin embargo, a través de la mundialización de los centros de imputación legal, por el concierto de naciones mediante acuerdos y tratados internacionales, los Estados han declinado parte de su poder soberano hacia órganos internacionales de control. Con esto, ya aquella idea de que no hay instancia superior que pueda contradecir lo decidido por el Poder Público nacional, quedó desechada. Son los casos de la Organización de Naciones Unidas con su Corte Penal Internacional o de la Organización de Estados Americanos con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte respectiva, entre muchos más, que intervienen el poder del Estado en asuntos políticos, penales, económicos o de otra cualquier índole.
Por lo anterior, ese recurso mediático utilizado por gobiernos ilegítimos de no interferir en los asuntos internos de su país, dejó de tener sentido, pues la obligación de esos órganos internacionales es de intervenir cuando las circunstancias así lo ameriten. Por estas razones los regímenes autoritarios buscan denunciar tales tratados, huyendo del control internacional que pueda ponerlos en evidencia.
Bajo el amparo de esta soberanía ejercida de manera tiránica se han perpetrado crímenes políticos pavorosos contra eso que Rousseau llamó la voluntad del pueblo, expresada en leyes que conforman el contrato social entre iguales, pero sólo en relación a la igualdad referente a los derechos de libertad. Precisamente porque en nombre de esta igualdad se castiga la libertad de emprendimiento y la propiedad privada. Por su parte Hobbes y Locke, padres de estas ideas, consideraban como derechos humanos esenciales y a los cuales Rousseau los catalogaba como contrarios a los equilibrios de una sociedad igualitaria.
La historia ha dado la razón a los pensadores ingleses porque en las republicas donde se garantiza el derecho a la libre empresa y a la propiedad privada es donde se observa mayor desarrollo económico, cultural, artístico, deportivo y científico. Casos emblemáticos son los países del norte de Europa como Dinamarca, Noruega, Suecia y Finlandia en los cuales, a los derechos de libertad, que debe garantizar un Estado democrático, se unen indeleblemente los derechos de sobrevivencia de sus ciudadanos.
La soberanía ha servido de fachada legal para que en países de mandatos arbitrarios, se cometan practicas repulsivas contra el pueblo, todo encubierto bajo una dudosa legalidad carente de legitimidad, controlando de manera absoluta a las instituciones que conforman el Poder Publico. De allí que sea urgente, necesario y humanamente impostergable, que instancias como la Corte Penal Internacional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos o cualquier otro organismo o plataforma multinacional, puedan intervenir de manera directa para garantizar que gobiernos inescrupulosos opriman y vejen impunemente a sus propios pueblos.