Tampoco las melodías “sagradas”, las oraciones, ni los proverbios piadosos llegan al corazón de Dios, pues quien sólo habla y no realiza la voluntad de Dios, tampoco tiende la mano hacia Dios, el Eterno, hacia su amor y su misericordia. Según las palabras de Jesús, sólo hay dos posibilidades: o Dios o Satanás. Jesús dijo: “El que no está conmigo, está contra Mí”. Aquel que se orienta al mundo y sus seducciones, será agarrado de la mano por el adversario de Dios, quien tirará de él cada vez más profundamente hacia el hervidero de gusanos de lo que es demasiado humano.
El eslabón decisivo en la cadena de nuestra vida “aquí y en el Más Allá” es respectivamente el final de una encarnación. Las cargas que el alma porta consigo en ese momento se las lleva al reino de las almas. Allí no tiene la posibilidad, como ocurriría en su vida terrenal, de borrar sus culpas mediante el autorreconocimiento y la purificación a tiempo, antes de que lleguen los efectos -para así adelantarse a estos y poder suavizarlos o evitarlos-, sino que en el Más Allá al alma le queda sólo el amargo camino de la expiación. Por esto sería muy aconsejable, a más tardar en la edad madura, en la última fase de la vida terrenal, ser autocríticos y echar una verdadera mirada retrospectiva hacia uno mismo.
Una vez más, algunas preguntas como sugerencia para que el que lo desee pueda planteárselas: ¿Ha merecido la pena esta vida terrenal? ¿Qué me lleva al otro lado, al reino de lo “invisible”? ¿A quién he pertenecido y a quién he servido con todo mi pensar, hablar y actuar, con todas las luchas contra Dios, con mi envidia y con mi hostilidad, con la lucha contra los demás? ¿Me ha guiado Dios o he sido conducido por una fuerza negativa invisible? Si ha sido esto último, ¿quién ha dirigido el barco de mi vida y cómo continuará para mí “después?”
En relación con este “inventario”, habría que considerar que no toda persona llega a una edad madura, sino que -en determinadas circunstancias- la encarnación termina para ella en la juventud o en una edad mediana. Si hemos reconocido que un balance de vida así podría ser valioso para nosotros y para nuestra alma, sería consecuentemente bueno no tardar mucho en llevarlo a cabo.
Tras la muerte corporal, al alma sin cuerpo, cuyo barco de la vida dio vueltas y vueltas en el océano de la existencia terrenal, le será difícil orientarse en el Más Allá. Nadie se libera de decidirse a quién quiere servir: a Dios o al adversario de Dios, a lo satánico, al enemigo de la luz. Aquel que no sujete con fuerza el timón de su barco de la vida, irá fácilmente a la deriva hacia donde él realmente no quería.
Leamos una vez más lo que dijo Jesús: “El que no está conmigo, está contra Mí”. Y en la manifestación de Juan, el Apocalipsis, se lee: “Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío, ni caliente, voy a vomitarte de mi boca”; por consiguiente, en esta Tierra no hay más que dos fuerzas. La primera de ellas es la sabiduría universal, el amor y la unidad de Dios, que es inagotable y que se basta eternamente a sí misma. La otra fuerza es la energía satánica, la energía de la caída, la que, sin embargo, no puede bastare a sí misma, sino que depende del potencial de energía de los que no son fríos, ni calientes.
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