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Venezuela: el país de las pesadillas | Por: Carolina Jaimes Branger

por Carolina Jaimes Branger
04/08/2025
Reading Time: 4 mins read
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Carolina Jaimes Branger

Durante años se ha debatido si Charles Lutwidge Dodgson —más conocido por su seudónimo Lewis Carroll— fue consumidor habitual de opio. Este sacerdote anglicano, matemático, fotógrafo y escritor británico, célebre por su obra Alicia en el país de las maravillas, ha sido objeto de especulaciones que lo vinculan con el láudano, un potente analgésico del siglo XIX compuesto por vino, especias como canela, azafrán y clavo… y, por supuesto, opio. Aunque no existen pruebas concluyentes que confirmen su adicción, es plausible que Carroll haya probado esta sustancia, conocida por inducir estados de ensoñación y alucinaciones. ¿Acaso no parecen alucinaciones las que vive Alicia en su descenso por la madriguera?

Ahora bien, imaginemos por un momento que Carroll no hubiera vivido en la Inglaterra victoriana, sino en la Venezuela contemporánea. ¿Lo habrían acusado de ser opiómano por escribir sobre absurdos, paradojas y delirios? Difícilmente. En este contexto, habría sido considerado simplemente un cronista más, un observador lúcido de una realidad que supera cualquier ficción.

Porque lo que ocurre en Venezuela no necesita de opio para parecer un sueño febril. Las contradicciones son tan profundas, las paradojas tan grotescas, las exageraciones tan desmesuradas, que uno no puede evitar preguntarse si está perdiendo la cordura. Y entonces, como Alicia, nos encontramos cara a cara con el Gato de Cheshire, que nos recuerda que aquí “lo que es, es lo que no es, porque lo que no es, es lo que es”. Una lógica invertida, una distorsión constante de la realidad. Una alucinación colectiva.

Pienso en nuestros jóvenes: viven en el país de las paradojas, entre la desilusión, las ganas de irse y la resistencia.

En medio de esta distorsión constante de la realidad, la juventud venezolana se encuentra atrapada en una encrucijada existencial. Criados en un entorno donde lo absurdo se ha normalizado, donde la verdad se tergiversa y la esperanza se diluye, enfrentan una serie de consecuencias profundas —psicológicas, sociales y culturales— que marcarán a toda su generación y quién sabe a cuántas venideras.

La educación, lejos de ser un vehículo de emancipación, es algo prácticamente inexistente. En particular, la educación pública. Hace unos años la angustia era que se estaba convirtiendo en un instrumento de adoctrinamiento, por la imposición de una narrativa única, la glorificación de figuras políticas y la censura del pensamiento crítico. Ya, ni siquiera eso. Con máximo dos días de clases a la semana, sin maestros motivadores porque los sueldos de miseria no les alcanzan (ni que tengan tres trabajos a la vez) y sin profesores de ciencias para los que a duras penas llegan a bachillerato, los venezolanos enterramos nuestro sistema educativo.

La desmotivación intelectual es obvia: muchos jóvenes sienten que estudiar no garantiza un futuro digno, lo que lleva al abandono escolar o a la apatía académica. Los más preparados buscan oportunidades fuera del país, dejando atrás un vacío generacional difícil de llenar. Y como se pretende continuar con la uniformidad ideológica, la diversidad de pensamiento se castiga, lo que limita la capacidad de análisis, debate y construcción de nuevas ideas.

Encima, su futuro laboral es incierto. La precariedad económica y la falta de oportunidades han convertido el futuro en una incógnita angustiante. La mayoría de los jóvenes trabaja en condiciones precarias, sin estabilidad ni derechos laborales y muchos recurren al comercio informal o a trabajos improvisados para subsistir. Esto sigue siendo la principal causa de la migración forzada, una de las consecuencias más dramáticas, con millones de jóvenes buscando en otros países lo que su tierra les niega.

Vivir en una constante contradicción, donde lo que se dice no coincide con lo que se vive, tiene efectos devastadores en la salud emocional, no sólo de los jóvenes, sino de todos.

La juventud venezolana vive en un país que parece sacado de una novela surrealista, pero no por ello ha dejado de luchar. Como Alicia, muchos han aprendido a navegar en un mundo donde las reglas no tienen sentido, pero aún conservan la capacidad de imaginar otro país —uno donde lo que es, sea realmente lo que es.

 

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