Salir de Venezuela se ha convertido en la esperanza de al menos 6 millones de venezolanos que se encuentran en diversos países y continentes, de los cuales 1.842.390 están en Colombia, de acuerdo al último registro publicado por Migración Colombia hasta el pasado 31 de agosto de 2021, el país más cercano y parecido en costumbres y gustos.
Históricamente Venezuela y Colombia han compartido sus culturas, comercio y manos de obra, pero la migración era de Colombia a Venezuela, producto del conflicto armado existente desde hace años y que ha llevado a centenares de familias a abandonar sus espacios y huir a otros territorios paras salvar sus vidas.
Pero desde el año 2014 este esquema cambió. La situación económica y social, y el conflicto político venezolano, han llevado a miles de familias a dejarlo todo y buscar en el vecino país (y otras naciones) nuevas oportunidades. En la mayoría de los casos los venezolanos salen solo con lo que llevan en un bolso (por lo general con el tricolor nacional, que han sido entregados a los niños en las escuelas durante la era Chávez y Maduro), no hay familiares ni amigos esperándolos, tan solo los aguarda la incertidumbre y la necesidad de una vida mejor, para ellos y sus hijos.
Y aunque algunos han logrado mejorar su situación, sobre todo porque llegan a una nación que ofrece mejores servicios públicos, tienen electricidad, agua, internet, gas y transporte público, esto no ocurre con todos. Hay quienes se han ido a vivir en peores condiciones que en Venezuela. En barrios con pisos de arena, con ranchos de lata y palos, en los que además deben pagar un alquiler, sin tener en muchos casos un trabajo fijo, por no poseer papeles.
En febrero de 2022 se siguen viendo a decenas de venezolanos caminando con sus hijos pequeños, algunos con pocos meses de vida, por las vías que conducen hacia la frontera. En su mayoría llevan los zapatos rotos o van en cholas, usando shorts, franelas y ropa liviana. A ratos se sientan a un lado de la vía, debajo de un árbol, o sobre una roca para descansar. La mayoría lucen delgados, agotados y quemados por el sol, después de haber caminado horas y días desde sus ciudades de origen.
Sin vivienda y sin trabajo
Esmery Gómez Díaz es del municipio Tucupita, del estado Delta Amacuro. Salió hace cinco años de Venezuela con sus dos hijos, una niña que actualmente tiene 11 años de edad y un niño de 7, para encontrarse con su esposo (colombiano) que había regresado un año antes hacia la ciudad de Cúcuta en el Departamento Norte de Santander – Colombia.
Durante cinco años su esposo no le permitió trabajar para que se dedicara al cuidados de los menores, pero a finales del año 2021 se separaron y no le ayudó más ni con el pago del alquiler de la vivienda, ni con la comida de los menores, que ahora no son sólo dos, sino también dos sobrinos menores de edad de Esmery.
Al momento de la entrevista para Diario de Los Andes vivía en el barrio San Rafael, en la vía Cuarteles, de donde le estaban pidiendo desalojar porque debía un mes de alquiler. Se trata de un lugar con pisos de tierra, y un espacio con cloacas abiertas de la cual emanan olores fétidos. La casa en donde habitaba Esmery con los niños es de paredes de cemento y techo de zinc, y apenas tiene iluminación en un bombillo. Para mantener agua potable, a las afueras de las viviendas los vecinos ubican tobos, los cuales van llenando en la medida de las posibilidades.
Decidieron salir de Venezuela porque la situación económica era complicada, estaban pasando necesidades y no conseguían trabajo. “Él se vino y nos trajo, o sea nos vinimos después. Él ya tenía un año de haberse venido, consiguió como vivir y nos trajo, nos vinimos en transporte”, dice.
Los cuatro niños estudian, ninguno ha tenido que trabajar para ayudar con la comida, pues Esmery no los deja a pesar de que no cuenta con ningún ingreso para alimentarlos, depende de las organizaciones de venezolanos que ayudan con mercados a sus connacionales, y de una tía de los niños que esporádicamente le brinda ayuda.
Aunque ha conseguido trabajo en limpieza de hogares ha tenido que dejarlo, porque colombianos que habitan en la misma zona la amenazan con llamar al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf) para que le quiten a los niños. Ella alega que sus hijos no salen a ninguna parte, que son tranquilos, pero igual teme que se los quiten.
“Decidí buscar trabajo y conseguí en casa de familia, pero lo tuve que dejar porque los niños se quedaban solos, entonces se me hacía muy difícil mantener el trabajo, y a los niños acá no me los veía nadie, y ya los vecinos pues me habían dicho que si no los cuidaba pues me iban a echar a bienestar. Mis niños no salían a las calles ni nada, ellos se quedaban acá, recibían las clases virtuales y hasta ahí, de resto ellos no se asomaban a la calle. La gente se mete por molestar a uno”, expresa.
La venezolana se siente angustiada ante el panorama que enfrenta sin ayuda económica, con una orden de desalojo de la vivienda, y sin poder trabajar. “Me da mucha angustia de no poder darles a mis hijos, ahorita estoy acabada (delgada) porque yo no era así, porque la preocupación a uno lo acaba, la pensadera, la comida, eso es lo que siempre más me afana, la comida de los niños, pero gracias a Dios hemos sobrevivido”, expresa.
En Venezuela quedó la casa de su mamá, por lo que ha pensado en regresar, pero no cuenta con el dinero necesario para pagar los pasajes que serían al menos 100 dólares por persona, y ellos son cinco.
“A ratos me han dado ganas de irme por lo mismo, por la misma situación, el mismo estrés, la misma desesperación que me da, pero me pongo a pensar también, allá está peor, por lo menos acá no me falta la comida, ahorita si me va a faltar el techo. Igual se necesita dinero para regresar por los pasajes, son los cuatro niños y yo. Mi familia me ha dicho que me vaya, porque allá no voy a pagar arriendos, no voy a pagar servicios, la comida pues poca pero no falta”.
Nahirolí Moreno es de Villa de Cura, estado Aragua – Venezuela. Vive en un barrio de la vía a Cuarteles en Cúcuta junto a su esposo que padece una parálisis corporal producto de un disparo en la cabeza que le propinaron unos delincuentes para robarle su camioneta. Con ellos viven su hija de 17 años de edad, Nahideska, que padece el síndrome de Mucopolisacaridosis tipo 2, y su hijo de 14 años de edad, quien estudia y juega fútbol.
El barrio en el que habitan es un caserío de ranchos (ubicados hasta en las montañas) construidos unos con bloques, otros con latas, cuyas calles son de tierra, no hay asfalto. Está a orilla de carretera, y para ingresar allí hay que hacerlo con algún habitante del lugar, y así evitar un altercado.
Nahirolí emigró a Colombia junto a su hermana y su hija mayor, un año después lo hicieron su esposo, hijo y mamá. Lo que la motivó fue conseguir atención médica y medicamentos para su esposo y su hija, pero como no tienen papeles colombianos no le ha sido fácil ingresar al sistema de salud, y conseguirle una ayuda especializada a su hija, cuyo padecimiento está calificado como “enfermedad rara”.
El trabajo de Nahirolí es eventual. Por tiempos labora en restaurantes o casas de familia, pero no puede hacerlo seguido porque debe estar pendiente de su esposo y su hija. Se ayuda con ventas de rifas y con los mercados que les entregan asociaciones de ayudas a venezolanos en condición de pobreza extrema.
Con mercados
Adriana Barragán, es representante legal de la Asociación Unidos por un Mismo Fin, una organización que agrupa a víctimas por desplazamiento forzoso desde Venezuela, y víctimas del desplazamiento interno colombiano. Junto a varios integrantes del equipo llevan esporádicamente mercados a las familias venezolanas más afectadas y les ayuda a conseguir empleo.
“Esta familia (la de Esmery) en este momento está pasando hambre, no tienen para pagar el arriendo, no tienen a donde ir, es una muchacha con cuatro niños, nosotros le ayudamos a encontrar trabajo, pero los vecinos le iban a echar Bienestar Familiar y es posible que se los quiten. Eso es una muestra de xenofobia, porque ella no les hace ningún daño”, expresa.
Destaca que en la asociación han conocido casos de violencia intrafamiliar, en las que mujeres venezolanas son víctimas de parejas que encuentran en el vecino país, y de familias en las que los niños tienen que trabajar para poder mantener a los adultos, porque a estos no les dan trabajo por la falta de documentos.
“Niños que están sin estudio, en algunos colegios que nosotros acudimos para que les dieran la oportunidad no les quisieron dar la oportunidad de estudio, entonces a los niños les tocó ponerse a trabajar hasta horas de la noche, 10 de la noche, 11, los niños venden mandarinas y limones en las calles, en un semáforo, por el Barrio Cesi. Tienen entre 11 y 12 años”.
Con la entrega de Permiso por Protección Temporal (PPT) el Estado colombiano busca tener una idea clara de cuántos venezolanos hay en su país y en qué condición, para así poder ajustar sus políticas públicas a la nueva cantidad de habitantes que tiene su país. Organizaciones no gubernamentales que hacen vida en esta nación también esperan los resultados de ese registro, con la finalidad de poder brindar ayuda especializada de acuerdo a cada necesidad.
A pesar de estos anuncios, algunos venezolanos que han salido de su país sin ningún tipo de ayuda deben seguir buscando la manera de sobrevivir lejos de su lugar de origen, pues no les fue fácil en Venezuela, pero tampoco lo ha sido en el vecino país.