Francisco González Cruz
Cada vez es más frecuente leer o escuchar la palabra “venezolanización”, como un sinónimo de desinstitucionalización de un país o de un proceso cualquiera. Cuando las cosas no van por el camino establecido en la normativa, sea la Constitución, las leyes, los procedimientos adecuados o hasta las reglas de una empresa, se habla de “venezolanización”.
La palabra, por supuesto, está asociada fundamentalmente al secuestro del Estado y del gobierno por una pequeño grupo sectario y corrompido, que es capaz de extender su poder hacia determinados sectores de la oposición política, del empresariado y hasta académicos y culturales.
Como escribía hace días para definir este concepto el columnista Alberto García Reyes en el Diario ABC de España: “Se empieza por diluir las instituciones y se termina por distorsionar la realidad en favor de la ideología”. El proceso acaba con todo, desde el lenguaje hasta la economía y la infraestructura, pasando por las familias. Es una verdadera calamidad.
En diversos lugares del Perú y Chile donde llegó el famoso “Tren de Aragua”, la venezolanización está vinculada a los delitos más aberrantes, pues esa pandilla es bien conocida por sus atrocidades, por su origen y por sus poderosos promotores.
A pesar del predominio de ese concepto negativo de la venezolanidad, existes lugares donde la venezolanización significa simpatía, cordialidad y sobre todo alegría, como en Argentina, donde por fortuna la mayoría que llegó es gente decente. También por la calidad de sus profesionales y de sus trabajadores. Existen hospitales y escuelas, negocios y comunidades que dan gracias a los venezolanos por la transformación positiva que han logrado.
Pero lamentablemente ha predominada en su acepción negativa, y allí están todos los indicadores sobre libertad, transparencia, seguridad, estado de derecho, competitividad y muchos otros para comprobarlo. Da tristeza y coraje ser venezolano y leer estas cosas y sentir que tienen la razón, no porque esos defectos sean parte de nuestro ADN, y allí están no sólo los 40 años de democracia, sino muchas personas e instituciones que lograron excelencia en muy diversos campos, y aún algunos sobreviven, sino porque el gran daño ya hecho gracias a nuestro descuido y a la maldad y la codicia de unos pocos.
Ya Venezuela ha vivido tiempos difíciles, desde la costosa Guerra de Independencia y sus secuelas militaristas que aún pagamos, la Guerra Federal y los cientos de guerritas de los caudillos, hasta dictaduras largas como la del general Gómez, los años del rentismo petrolero con sus luces y sus sombras, hasta esta barbaridad en que estamos.
Pero está cerca el día que empiecen a disiparse las sombras y las luces inicien la iluminación de una nueva Venezuela, más modesta y más decente, más alegre y más trabajadora, más integrada y solidaria.
Esta etapa de transformación de un país que emerge de la maldad hacia el bienestar será la nueva definición de la venezolanización, algo así como la suprema capacidad de resiliencia de una nación.