Mucho antes que el dictador Juan Vicente Gómez obligara a los presos a construir la carretera Trasandina a punta de pico y pala. La travesía comenzaba a pie, en mula o a caballo desde la población de Mendoza Fría, La Puerta, Timotes, Mucuchíes hasta llegar a Mérida.
El ferrocarril de La Ceiba le dio mucha vida comercial a Valera. Arrancó a echar humo por esos caminos polvorientos en abril de 1883 y llegaba hasta Santa Apolonia. En enero de 1887 en Sabana de Mendoza estaban más alegres que muchachito con tetero nuevo, hacía su entrada triunfal el bendito ferrocarril. En junio de 1895 en Motatán hubo fiesta hasta el amanecer al completar los 81 kilómetros desde La Ceiba hasta la tierra de la piña, la caña y el tambor.
Toda la mercancía que venía de otros países a Valera, primero aterrizaba en Maracaibo, de aquí a La Ceiba, terminaba el viaje en Motatán para ser transportada en lomo de mulas hasta la ciudad de las 7 Colinas.
Valera no se parece a nadie
Nació al calor de ricos cañaverales donde trabajaban sudorosos lugareños que fueron levantando la comarca a fuerza de perseverancia y mucho trabajo de sol a sol. Gracias a la Providencia nuestra comarca no fue escenario de guerras intestinales que arrasaban con lo que encontraba a su paso dejando muerte y destrucción.
Desde el año 1865, fue amante de todo lo que tuviera relación con el mundo cultural hasta nuestros días.
Desarrolló una bonanza económica del tal magnitud que en algún momento la ciudad le dio la bienvenida a más de 40 entidades bancarias… Valera ha sido tierra de paz, de hermandad, de allí que la primera iglesia fuera bautizada con el nombre de San Juan Bautista… Eso sí, jamás tuvo suerte con sus gobernantes, con honrosas excepciones.
Envidia mata caballo…
El año 1839 un grupo de trujillanos forman una majestuosa empresa con emprendedores zulianos para canalizar el río Motatán, desde la desembocadura en el Lago de Maracaibo hasta Agua Viva. La idea era mejorar las comunicaciones y el comercio entre Zulia y Trujillo, como nunca falta “un diablo en misa”, un grupo de hacendados y dueños de animales de carga pensando que iba a afectar sus intereses económicos se dieron a la brutal tarea de sabotear tan hermoso proyecto de navegación. El fracaso fue total. Los maracuchos se espantaron e hicieron sus inversiones en otro lugar… Valera perdió la oportunidad del siglo en su desarrollo comercial con la tierra del sol amada.
A correr: llegó la fiebre amarilla
El grito guerrero fue: “Sálvese el que pueda”… En abril de 1853 llegó procedente de Caracas, vía Maracaibo, La Ceiba, Betijoque, el doctor Correa, quien residía en Mérida. En Maracaibo se contagia con la terrible fiebre amarilla, al llegar a Valera, la enfermedad lo manda a la cama y muere en casa del señor María Maya, donde se le brindaron las miles de atenciones. Sus restos son llevados a la casa cural para el velatorio. Semanas antes había sido enterrado Hilario Terán, el conductor encargado de llevar y traer la valija de correo de Valera a Maracaibo… Después de la muerte del doctor Correa hubo una cadena de contagios que se llevó al pueblo de las cruces (cementerio) a centenares de valeranos.
El miedo se apodera de las familias, algunas personas pegan la carrera a pueblos vecinos, la epidemia no se detiene, el cura del pueblo organiza una gran romería hasta Sabana Larga, en el trayecto cae un soberano palo de agua, se pensó en un milagro; el agua venía a limpiar al poblado de la fiebre amarilla, pero nanay, nanay, fue peor el remedio que la enfermedad, un día después fueron fulminadas por la fiebre amarilla 40 personas que asistieron a la romería, entre ellos, el cura Viloria que organizó la caminata a Sabana Larga.
La comarca valerana entra en desesperación. Queda en la más completa soledad, aunque parezca increíble de creer, ladrones de la época se dedican a robar casas comerciales y residencias donde vivían personas adineradas. Muchos de estos ladronzuelos se los llevó “la pelona”, pagaron con la muerte haberse atrevido a no abandonar la ciudad.
Días después, los parroquianos regresan al poblado, se dan a la tarea de incinerar los cadáveres. Había un silencio misterioso en todos los rincones, en la llamada calle Comercio no quedó un solo sobreviviente, la gente moría en las calles o en la plaza. Fue una de las experiencias más dolorosas que ha experimentado Valera a lo largo de su historia.
Fuente: La Valera de siempre. Cronista Luis González