Una visión de nuestra plaza Bolívar: Entre soñolencia y palomas

(Cronista Pedro Bracamonte Osuna)

El lugar del encuentro alguna vez fue histórico, anecdótico y esas cosas que les dicen a las edificaciones que se va poniendo vieja sin recibir el mantenimiento adecuado. Sus roídos pisos, hablan de una ciudad pretérita que ya no retornó. A ella, la busqué por días y tuve que regresar sin noticias. Encontrarla fue una dura tarea. Curioseé con rostros extraños forrados en sudadas camisetas políticas y errabundas meretrices que no supieron atinar respuestas. La continúe buscando por días, como quien busca una sombra que se encubre entre los añosos árboles del lugar, donde despunta la efigie de un ilustre héroe que es festejado cada vez que a alguien se le ocurre. La falsa noticia de su partida, huyó de mi mente el día que la pude hallar meneándose perezosamente como siempre en las alturas y frente a todos aquellos rostros de desesperanza que habitan a diario aquella plaza donde era tradición escuchar la retreta.

Otro que se ganaba la vida haciendo malabares en las calles de París era Philippe Petit, hasta que a sus 18 años un aviso en un periódico, le cambió su vida. El francés, era un artista en las artes de caminar la cuerda floja. El aviso mostraba la construcción de las torres gemelas de New York. Seis años después, en 1974, cumplió su cometido. Caminó lentamente entre las citadinas torres frente a miles de ojos.

Ella es más parsimoniosa, también es equilibrista de nacimiento y no es para ganarse la vida. Cabecea todo el día y se menea por las noches muy a su pesar. Un hatajo de presurosas iguanas son parte del público al igual que el tropel de ardillas que la avistan de reojo, más allá las agazapadas palomas que una vez fueron las vedette del lugar  gracias a la protección de Tuto Herrera y que cada tarde alimentó por años María Eligia Pérez, la recordada “patona del barrio El Milagro. Ellos, eran los únicos testigos de las suertes acrobáticas de “Blanquita”, en medio de la soledad melancólica del lugar que ya a esa nocturnal hora no tiene visitantes, mientras la estatua se colma de sombras que parecen danzar en el atrio del templo que está al frente.

Este mismo sitio, cuando el terruño intentaba despuntar, los días domingo se celebraba a la sombra de la arboleda una feria  popular, especie de primer mercado público de la naciente comarca. Algunos años después en 1901, cuando el cabito Cipriano Castro mostrando sus simpatías por la ciudad, declara a Valera capital de Estado, el Dr. Inocente Quevedo le cimentó sus primeras balaustradas de hierro y culminó los pisos adoquinados que había iniciado en 1895 Atilano Vizcarrondo. En 1905, llega el primer monumento al héroe mayor de la patria y es el general Pérez Soto quien lo cambia en 1924 por la actual estatua. Hoy, nuestra plaza mayor, la que ha sido mi vecina por largos años,  la que imaginó Gabriel Briceño de La Torre, el escenario de nuestros grandes acontecimientos civilistas, luce derrotada como un reducto abandonado, donde ni siquiera sus animales parecieran tener un resguardo prometedor. En esta plaza vapulearon al padre Castro y en ella se enfrentaron las guerrillas de Juan Bautista Araujo y Rosendo Medina y también arengó contra la dictadura el clérigo Juan de Dios Andrade. Hoy los valeranos caminamos en la cuerda floja y calcamos como autómatas, los soñolientos movimientos del perezoso animal, frente a una realidad que trata de apagar una historia que debemos salvar. Nuestra plaza Bolívar merece respeto más que pintura y regar sus plantas, historia y legado le sobran como para convertirla en el epicentro histórico de nuestra ruta hacia el bicentenario.

 

 

 

 

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