Una tragedia en dos actos

 

Escribí este artículo hace, casi, 4 meses, reconozco que debí haberlo publicado antes, sin embargo, las graves circunstancias por las que ha venido atravesando el país, me persuadieron de que era mejor aguantarlo. Eventos sobrevenidos me llevan a descongelar el tema, que como se verá en las líneas subsiguientes, se trata de los dos apagones eléctricos, generales, que ha sufrido nuestro país, en los últimos meses.

Para situarlos en el contexto de este relato, primero debo contarles que, desde hace 45 años, vivo en, la emblemática, parroquia Candelaria. Desde allí, el día 7 de marzo, del año en curso, en horas de la tarde, salí para una reunión en la parte alta de Altamira. A las 4 p.m. comenzó la junta y cerca de las cinco se fue la luz. Para ese momento, todos pensábamos que se trataba de un fenómeno pasajero. ¡Ah! pero se me olvidaba contarles un detalle: para aquellos días, el motor del carro se me había dañado, y encontrar los repuestos era casi que una misión imposible ¡nada nuevo bajo el sol!

Culminó la reunión a oscuras y a punto de anochecer. Me dirigí hacia la estación del metro de Altamira, con la esperanza de que, al llegar allí, la electricidad ya estuviera restablecida. La realidad me golpeó en la cara y ante la ausencia de transporte superficial, decidí emprender una caminata sin fin, rumbo a mi casa. Las líneas telefónicas estaban muertas, lo que me impedía solicitar ayuda. Al llegar a Chacaíto, me puse a reflexionar sobre la situación:” me siento en la acera, como lo está haciendo esta gente, a esperar el retorno de la luz, o, tal vez, a que pueda realizar una llamada” pensaba. No obstante, zamarro, como buen gocho, yo mismo me respondí: “con lo incapaz y caradura que es este régimen, esta situación se puede prolongar. Está anocheciendo y la realidad es incierta, mejor sigo caminando y que sea lo que Dios quiera”.

Enfilé mis pasos por el boulevard de Sabana Grande, el cual, nunca me había parecido tan largo, agravado con que, en esta oportunidad, tenía que caminar a ciegas, evitando los huecos de la calle y a los otros peatones. Jadeante y adolorido, llegué a la Previsora. Disputándome la calle con los carros, seguí rumbo al parque los Caobos, recuerdo las actitudes mostradas por la gente en esos lugares: unos lloraban, otros gritaban, algunos recordaban la progenitora de alguien, otros se rendían y caían desfallecidos. Algunos ancianos eran auxiliados por sus familiares ¡Era un espectáculo dantesco dibujado sobre el telón de las sombras de la noche y a la luz de las estrellas! Sí, de las estrellas, mientras caminaba miraba al cielo y me percaté de que, en ausencia de la luz, se podía ver un hermoso cielo estrellado.

Me detuve frente a la sinagoga a tomar otra decisión: me voy por Quebrada Honda o por los Caobos. Decidí irme por donde lo hiciera más gente, la muchedumbre escogió la ruta del Paseo Colón. Caminábamos en la oscuridad del parque, alumbrados por los faros de los carros y la de algunos celulares. Yo caminaba rápido, al lado de unos jóvenes, que venían caminando desde la California e iban para Propatria.

¡Que alivio llegar a la Avenida Bolívar! Me falta poco para llegar a casa, pensé. Subí hasta la avenida México y continué hacía Parque Carabobo. Este relato representa tres horas y media de caminata, en condiciones extremas. Para mi alivio y el de mis familiares, llegué a mi casa a las 9:30. Cuando, por fin, logré sentarme, sentí que tenía las medias y los pies mojados: sangre me brotaba de unas heridas y también de una uña que se había encarnado, por cierto, para erradicar este problema, debí someterme a una cirugía.

Nunca conoceremos las repercusiones que para el país tuvo la tragedia de este día y las jornadas subsiguientes: costo en vidas humanas y el incalculable deterioro de los bienes materiales. Lamentablemente la película no ha terminado. Asistimos con pavor a un nuevo apagón general el 22J.

 

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