Carolina Jaimes Branger
Es difícil hablar de Venezuela sin que se me haga un nudo en la garganta. Somos un país que ha vivido demasiadas despedidas, demasiados silencios impuestos, demasiadas esperanzas puestas en una «próxima vez» que rara vez llega. Y, sin embargo, seguimos “echándole pichón”, porque el optimismo está tatuado en nuestro ADN, por más cansado y lleno de raspones que esté.
La Venezuela de hoy se siente como una casa que ha sufrido tantos apagones que ya nadie recuerda cuál fue el primero. La política se volvió un ruido de fondo: persistente, incómodo, aturdidor, imposible de ignorar. Algunos prefieren apagar la computadora, la radio, o la televisión. Otros hacen como que no escuchan… pero todos sabemos que está allí, retumbando en la sala de estar y colándose por las hendijas de las ventanas.
Lo más doloroso no es la polarización —eso ya venía desde hace tiempo— sino la fatiga. Un cansancio hondo, emocional, tan fuerte que se ha vuelto físico. Cansa ver promesas que se diluyen, líderes que aparecen y desaparecen, acuerdos que amanecen como titulares y anochecen como desilusiones. Cansa ver cómo el ciudadano de a pie, ese que solo quiere trabajar, progresar, criar a sus hijos y disfrutar un domingo de arepas con la familia, debe aprender de geopolítica, sanciones y negociaciones como si fuera su segundo empleo.
Pero sería injusto hablar solo desde la tristeza. Hay una Venezuela que resiste. La veo en el profesor que sigue enseñando, aunque su sueldo no le alcance. En la señora que organiza una olla comunitaria porque sabe que la solidaridad también alimenta. En el joven que regresa, aunque le habían dicho que “el que se va no vuelve”. En los abuelos que cuentan historias del país que fue, no para llorar por él, sino para recordarle a las nuevas generaciones que sí es posible reconstruirlo.
La política, al final, no son sólo los discursos ni los cargos. Es la vida cotidiana, la convivencia, la ética con la que se toma cada decisión —desde quien gobierna hasta quien hace cola en el supermercado. Venezuela está en un momento delicado, como quien camina sobre un puente de cuerda: cada paso debe ser firme, consciente, responsable. No faltarán quienes empujen, ni quienes quieran cortar la cuerda; pero también están los que la sostienen, los que la apuntalan, los que tienden la mano a quienes tambalean.
No sé cuál será el desenlace de esta historia. Ojalá pudiéramos leer el último capítulo con la tranquilidad con la que vemos el final de una serie. Pero la realidad se escribe todos los días, con tinta indeleble y sin botón de “pausa”. Lo que sí sé es que, como país, hemos demostrado una capacidad infinita de reinventarnos. Somos los hijos de un territorio que fue faro de libertad, cuna de talento, tierra de brazos abiertos.
Quizás, como en los cuentos de terror, Venezuela esté atravesando su capítulo más oscuro antes del amanecer. No es ingenuidad creer que hay luz al final: es memoria. Porque ya hemos sido luz antes. Y porque, a pesar de la tormenta, todavía hay quienes encienden velas, aunque sea una humilde velita de cumpleaños sobre un pedazo de torta improvisada.
Y esa pequeña llama —esa fe tercamente venezolana— podría ser el inicio del fuego que nos devuelva el país que merecemos.
@cjaimesb
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