Parte de mi infancia la pasé por esos predios del municipio San Rafael de Carvajal. El arribo de la familia compuesta por José de La Rosa Graterol, mi padre, Enma Daría Vargas de Graterol y mis hermanas Ana Celia y Dominga y quien hoy escribe, José Francisco, fue en el año 1958. Pocos días en la Calle 4 de Valera donde mi tío Asunción Graterol luego de haber salido en pleno 23 de enero cuando caía Marcos Pérez Jiménez de Ocumare del Tuy, estado Miranda.
Las primeras letras que aprendí fue en una escuelita que existía en lo que es hoy la Avenida Principal de La Hoyada. Mis maestras fueron la señora Candelaria y Doña Rosario, mamá de quienes fueron posteriormente mis amigos, Mon y Fernando. Empecé en primer grado. A mitad de año me pasaron a segundo grado “porque estaba sobrado” y luego a tercer grado. El resto de mi primaria en lo que sería la escuela Monseñor Arias Blanco, cerca de la placita de Colón.
Mi papá compró una modesta vivienda al frente de donde más tarde se fundaría el Centro Turístico “El Higuerón”, más abajo de lo que hoy es la urbanización Santa Ana. Junto a mis hermanas recorríamos hasta el final de La Hoyada (Colón) para ir a clase todos los días. José de La Rosa como no le gustaba trabajarle a nadie, siempre fue comerciante puso un negocio, venta de víveres.
LOS TRES VILLALOBOS Y LAS CAIMANERAS DE BEISBOL
A la casa de la señora Dolores de Méndez, unas cuadras más arriba de donde vivíamos, iba religiosamente todos los días a escuchar “Los Tres Villalobos” y a leer la página deportiva del diario Panorama, especialmente para enterarme del béisbol de las Grandes Ligas. Los juegos sin hits hit que rompió César Tovar, los primeros días de Luis Aparicio en la gran carpa, los tengo en mi disco no tan duro de mi setentona memoria.
Frente a Dolores teníamos “el estadio del pueblo”. Se bateaba con el home debajo de una enorme torre de electricidad y el jardín izquierdo en un barranco pegado a la carretera. Cuando alguien bateaba desde arriba le gritaban: ¡Ahí va la bola! En un cuaderno anotaba los mejores bateadores, jonroneros, etc., brilló con luz propia el panadero Roberto Méndez. Encabezaba todas las estadísticas.
Un día varias de esas señoras que nunca faltan llegaron al negocio y casi le pegan a mi papá. “Mire don José su hijo se la pasa puro jugando pelota allá en el llano”. “Y a ustedes carajo, que les importa, el que le da de comer y vestir soy yo” y las sacó de la casa. …¡Chupen por metidas!
Enrique Pineda, el farmaceuta era el dueño del equipo de La Hoyada. Recuerdo a Evencio Daboín, más tarde sería mi compañero en transmisiones deportivas, Víctor “Moño “ Rojas, Lolo Perdomo, “El Pollo” de La Cejita, Leopoldo Paredes, Roberto Méndez entre otros formaban parte de ese equipo. Yo apenas miraba los juegos. Era un fans del club y una especie de anotador, llevaba los numeritos.
CAMPO ALEGRE TENIA DOS CINES
Uno estaba ubicado en el sector El Limón, y el otro ya casi saliendo para Cubita. Los miércoles pasaban las famosas series que llenaban el Teatro Valera los domingos. Una muy famosa fue “Los Peligros de Nioka”.
La primera vez que acudí a un cine en Campo Alegre jamás se me podrá olvidar. Yo tenía una bicicleta y sentado en el manubrio llevé a un amigo para que me pagara la entrada. Salimos casi a las 10 de la noche y José de La Rosa estaba preocupado porque yo había salido con la bicicleta, algo que nunca hacía de noche y no había regresado al hogar.
Me esperó con un rejo. La pela fue tremenda. Pero cuando ya terminaba el castigo oí estas palabras. ”La próxima vez, cuando quiera ir al cine me pide permiso”.
Ni corto ni perezoso. A los 15 días tímidamente le solicité el permiso. Permiso concedido.
LAS PIÑAS DE CHICO PEÑA Y EL CINE LOS DOMINGOS
En lo que hoy es el aeropuerto de Carvajal florecían hermosos piñales propiedad del terrateniente Francisco “Chico” Peña. Un grupo de mozalbetes entre ellos Alirio, Chica «La Mona”, “EL Chato” entre otros saltábamos la cerca y llenábamos costales de piña para irlos a vender al Mercado Municipal. Con el dinero comprábamos las historietas con las cuales, me estaba hasta de madrugada leyendo “El Charrito de Oro”, “Chanoc”, ”Santo, el enmascarado de Plata” entre otras. “Acuéstate deja algo para mañana”, rezongaba Enma Daría y a dormir se ha dicho.
Por cierto que mi afición por la lectura me llevó a episodios como cuando iba a cortar leña con Ana y Dominga. Mis pobres hermanas mientras le echaban al machete y reunían la leña, yo ponía de almohada una piedra y me recostaba para leer los cuentos que compraba en el cine.
LOS PENITENTES DE LA CEJITA
En la Semana Santa de 1963 ingresé a la cofradía de los Penitentes de La Cejita de la mano del padre Francisco Ligero. Un amigo mío me llevó al acto religioso que finalizó a medianoche. Dormí en la casa de Enrique cerca de lo que hoy es el grupo escolar porque me dio miedo irme para La Hoyada porque en La Peña del Burro espantaban.
¡Otra vez el rejo! Mi papá me esperaba y la pela no se hizo esperar. Cuando le hablé de los penitentes, en seguida cogimos carretera abajo y le llegó al Padre Ligero, llamándolo de todo. Estoy casi seguro que jamás el buen sacerdote llegó a admitir penitentes menores de edad en su cofradía.
APARECIÓ JOSE GREGORIO EN LA CEJITA
En una casa diagonal a lo que hoy es la panadería después de la alcantarilla a la entrada de La Cejita subiendo, cercano a la residencia de Memo Bracamonte una vez se armó tremendo alboroto: “Apareció José Gregorio”. Agarré mi caballito de acero y de un viaje fui a dar al lugar. En una repisa se veía a un señor con un sombrero parecido al Siervo de Dios que hoy está a punto de toparse en los altares con todas las de la ley del Vaticano. Como nunca faltan los que comulgan con lo de Santo Tomás, ver para creer, un hombre de unos 30 años sacó una filosa navaja y empezó a sacarle astillas a la repisa. La gente casi lo cuelga. Lo sacó a empujones del lugar. Hasta mis hermanas Dominga y Ana con mi mamá se acercaron a ver el milagro de “Mano Goyo” y, cuando ya venían de regreso se dieron cuenta que la menor se había perdido y al regresarse la encontraron, gracias a Dios nada le pasó.
Son algunos recuerdos de mi infancia como aquella vez que llegaron los padres misioneros a La Hoyada. Confesé mis pecados ante el par de sacerdotes y como el castigo que me impusieron me desagradó cogí las de Villadiego y salí corriendo para mi casa. En el camino cayó tremendo palo de agua. Un relámpago me escandiló y le llegué a Silvestre Torres que iba delante de mí y me hice la raja que desde entonces llevo en mi frente.
¡La sanción de los misioneros era que comiera grama! ¡Zape!
Era tal mi apego a La Hoyada, que cuando papá y mamá decidieron mudarse para el barrio San Isidro de Valera, con el camión lleno de corotos tuvieron que esperarme porque yo estaba jugando una caimanera en el llano.
Me despedí de mis amigos, y varios meses después, hasta que me arropó la actividad valerana, estuve yendo para ese poblado de donde guardo tantos bonitos recuerdos como la amistad con Pedro Márquez, mi mejor amigo y su familia.
En una segunda etapa de mi existencia, en La Cejita conviví con mis hijas Beatriz y María junto a Belkys, esa es otra historia. Fui vecino de Memo Bracamonte, Luis Huz y Atilio Araujo, entre otros.
Gráficas: Frank Graterol Aparicio