Un gran santo: San Ignacio de Loyola

Nació un año antes del descubrimiento de América. Sus contemporáneos fueron figuras de enorme estatura cultural, como Miguel Ángel, santa Teresa de Ávila, Cristóbal Colón y Leonardo da Vinci


Fundador de la Compañía de Jesús, a menudo se le conoce como “el santo soldado”, pero en realidad tomó las armas unos pocos meses de su vida. También se le ha considerado un “reformador”, aunque rara vez hablaba de que la Iglesia tuviera necesidad de cambio. Era, sin lugar a dudas, un líder natural, un pastor y uno de los hombres más flexibles de su época. Sus afamados Ejercicios Espirituales, en los que ha quedado la marca de estos tres atributos de su carácter, han llevado a innumerables personas a establecer y profundizar una relación personal con Jesucristo, nuestro Señor.

No hace falta insistir en que Ignacio de Loyola fue una figura heroica, tanto en sus días como en la historia de la Iglesia y se le venera en todo el catolicismo, como también en muchas tradiciones protestantes, aunque no siempre ha sido bien comprendido.

Un cambio de sueños.

Ignacio López de Loyola nació en 1491 y creció en el castillo de su familia en el país vasco del norte de España, donde recibió la educación tradicional de las familias nobles. Aprendió a leer y escribir, bailar, batirse en duelo y presentarse con fina elegancia en la corte real. Siendo romántico de corazón, solía soñar con las hazañas militares que algún día realizaría y con las hermosas doncellas que cortejaría. Pero poco antes de cumplir los 30 años de edad, todos sus sueños se le vinieron abajo cuando un proyectil de cañón le hirió gravemente la pierna derecha en la batalla de Pamplona, a raíz de lo cual terminó cojeando hasta el fin de su vida.

Fue durante su larga y dolorosa convalecencia en el castillo de Loyola que Ignacio experimentó una profunda conversión espiritual, que fue creciendo y profundizándose cada vez más a medida que pasaban los años. De sí mismo decía que hasta ese punto había sido “un hombre dado a la vanidad del mundo y a un irresistible y vano deseo de ser famoso.” Pero a partir de entonces, todo eso quedó atrás.

Sin dejarse llevar por la usual conducta impaciente e irreflexiva de los recién convertidos, emprendió una peregrinación a Tierra Santa en cuanto pudo recuperar su fortaleza. Por el camino decidió hacer una pausa en Manresa, pueblito de las afueras de Barcelona, donde se quedó cerca de un año haciendo oración, ayunando y buscando a personas a quienes hablarles acerca de “las cosas de Dios”. Fue en esa estadía allí que empezó a tomar notas acerca de lo que estaba sucediendo en su propia alma y lo que iba aprendiendo de otras personas. Éstos fueron los orígenes de sus Ejercicios Espirituales, que luego continuó refinando durante los próximos 20 años. Finalmente, se dispuso a partir hacia Palestina, donde sólo pudo quedarse unos pocos meses.

Actitud flexible ante Dios.

Por el camino de regreso a Europa, Ignacio decidió que era necesario proseguir su educación “a fin de poder ayudar mejor a las almas.” El deseo de ayudar a sus semejantes ya se había convertido en la fuerza dominante en su vida. De hecho, en su inmenso volumen de correspondencia, que una vez compilada formó 12 gruesos tomos (escribió más que nadie en su siglo), las palabras “ayudar a las almas” aparecen en casi todas las páginas.

Tras algunos intentos fallidos, Ignacio terminó sus estudios en la Universidad de París, donde permaneció seis años. Allí obtuvo una maestría en filosofía y se dedicó a evangelizar a hombres jóvenes, guiándolos a través de sus ejercicios. Él y sus compañeros querían ir a tierra Santa a convertir a los musulmanes, pero la tensa situación política y militar existente en aquella región les hizo abandonar la idea. En vista de esto, decidieron permanecer juntos y fundar una nueva orden, para lo cual obtuvieron la autorización del Papa en 1540. Ignacio fue elegido superior y durante los próximos 15 años de su vida, Ignacio el aventurero, Ignacio el viajero, Ignacio el evangelizador, pasó a ser Ignacio el administrador, ya que se quedó en Roma administrando la orden.

Parecería que Ignacio iba como a tientas pasando de un proyecto a otro y de un capricho a otro, pero mirándolo mejor se ve que era un hombre que siempre tuvo una actitud flexible ante Dios, y que estuvo dispuesto a cambiar, a veces de manera drástica, cuando le parecía que así podría servir mejor a los planes de Dios. En realidad, no era un santo soldado ni un reformador; era simplemente un pastor que hizo todo lo que pudo para “ayudar a las almas” a entregarse a Jesús.

¿Un santo soldado? Suele pensarse que cuando era superior general de la orden jesuita, la administraba con estilo militar, lo que no sería extraño tratándose de un ex soldado a quien le fascinaba soñar con hazañas militares. Al mismo tiempo, es cierto que para Ignacio la obediencia era muy importante para una orden en la cual sus miembros emprendían tantos ministerios diferentes; además, su famosa Carta de la Obediencia parece, para nuestros criterios modernos, sumamente exigente, pero en la práctica, Ignacio rara vez daba órdenes y les decía a los superiores subordinados que sólo dieran órdenes cuando fuera absolutamente necesario. Era más común que a sus discípulos les dijera: “Hagan lo que les parezca lo mejor.”

La clave para entender el liderazgo de Ignacio se encuentra probablemente en el tiempo que pasó en Manresa. Cuando estaba allí, poco después de su dramática conversión, trató de imitar o incluso sobrepasar a los santos en la exagerada estrictez con que procuraba dominar su propio cuerpo. Se dejó crecer el pelo y las uñas y rara vez se bañaba. Esforzándose por llegar a una santidad extrema, procuraba privarse de todas las apetencias e instintos de su cuerpo, pero con el tiempo, se fue dando cuenta de que este estilo de vida no le facilitaba alcanzar su meta de ayudar a las almas, ya que la gente no se le acercaba; más bien se apartaba de él. Además, se estaba arruinando la salud, lo que le iba socavando la energía que tenía para llevar a cabo su ministerio.

Finalmente decidió cortarse el cabello y las uñas y bañarse, lo que significó mucho más que un renovado compromiso de mantener su higiene personal. Significaba que estaba aprendiendo a combinar la sabiduría práctica con el celo religioso, un atributo que pudo elevar a una forma de arte mientras continuaba creciendo en el Señor. Otro ejemplo de este uso de la sabiduría práctica fue el hecho de proseguir sus estudios, ya que consideró que un grado académico avanzado obtenido en una universidad muy prestigiosa les abriría las puertas a él y a sus Ejercicios Espirituales, puertas que de otro modo permanecerían cerradas.

¿Un reformador?

Hay libros que presentan a Ignacio como reformador de la Iglesia e incansable defensor del catolicismo contra Martín Lutero, y hay una pizca de verdad en esa descripción, pero sólo una pizca. Mientras estudiaba en París, el luteranismo iba invadiendo inexorablemente la ciudad y la universidad, pero al parecer Ignacio no le prestaba atención. Él y sus compañeros querían ir a Jerusalén, no a Wittenberg, la ciudad de Lutero. Sólo en los últimos años de su vida su atención se dirigió a la reforma protestante y comenzó a verla como un motivo de seria preocupación para la orden.

Pero ¿fue en realidad reformador de la Iglesia? Bueno, si por reformador de la Iglesia se considera que alguien trabaje para ayudar a las personas a profundizar su fe, sí lo fue; pero también lo fueron todos los santos de la historia, aunque por lo general no se considera que san Benito o san Francisco hayan sido reformadores de la Iglesia.

Los historiadores han llegado a la conclusión de que en realidad la Iglesia no era tan corrupta como a veces se ha pensado. Es cierto que hubo grandes abusos en los procesos de elección de los papas y en el hecho de que había obispos que dirigían varios obispados y recaudaban dinero de todos ellos. En efecto, aun cuando es cierto que había graves problemas en la “iglesia institucional”, al mismo tiempo la práctica de la fe y la devoción religiosa del pueblo católico era por lo general fervorosa y razonablemente bien fundada. Si quisiéramos decir que Ignacio fue un reformador, tal vez sería mejor describirlo como reformador de las almas, no de las prácticas litúrgicas ni de las instituciones. Tenía, en realidad, más de evangelizador que de reformador.

El Concilio de Trento emprendió la reforma de la iglesia institucional y se volvió a reunir en 1551-52, mientras él era superior general de su orden. Obviamente, Ignacio se sintió muy contento cuando vio que el Papa había escogido a dos jesuitas como sus teólogos en el Concilio, pero si bien no hay duda de que apoyaba el Concilio, demostró poco interés en sus deliberaciones o decisiones. Su corazón y su preocupación estaban enfocados en las misiones en el extranjero y en el trabajo pastoral que se cumplía en su ciudad. Y es con esta palabra “pastoral” con la que finalmente llegamos a ver el tipo de persona que Ignacio era en realidad.

Un pastor.

Al principio, Ignacio y los primeros jesuitas se consideraban hombres de acción. Su función era predicar, escuchar confesiones y reconciliar a los enemigos. Como jefe de su orden, Ignacio continuó con este empeño, pero tomó una decisión crucial que puso una cierta moderación y equilibrio en la inestabilidad del principio. Comenzó a darse cuenta de que se podía ayudar mejor a las personas y en forma duradera cuando la gente se relacionaba con instituciones estables, donde el trabajo que iniciaban sus discípulos podía continuar y crecer durante generaciones. Este nuevo entendimiento explica su decisión de comprometer a los jesuitas a administrar escuelas y universidades, porque en tales establecimientos se encontraba la estabilidad de la presencia que consideraba necesaria, y también un lugar donde sus hombres podían evangelizar a jóvenes entusiastas que más tarde podrían llevar el Evangelio a todo el mundo.

Durante toda su vida, Ignacio demostró tener un carácter flexible ante Dios, cualidad que ha llegado a ser una marca distintiva de la orden jesuita. Después de la herida que sufrió en Pamplona, pudo haber dedicado su vida a recuperar su destreza militar y llegar a ser el héroe que siempre había soñado ser, pero cuando escuchó la voz de Dios, adoptó un nuevo sueño. En Manresa, pudo haber adoptado una vida de solitaria contemplación y oración, como ermitaño, pero se dio cuenta de que de esa forma estaba más bien obstaculizando su crecimiento espiritual en lugar de fomentarlo, por lo que decidió cambiar de táctica. Una vez en Roma, pudo haberse convertido en un aventurero-misionero, pero vio que su orden tenía necesidad de estabilidad y por eso echó raíces permanentes. En cada ocasión, Ignacio se adaptaba a cada nueva situación, dispuesto a dejar de lado sus propias ideas si era necesario para la edificación del Reino de Dios. Para esto había que ser valiente.

Loyola se dedicó a la predicación y fue procesado en varias oportunidades por sospecha de heterodoxo. Ante esta problemática en su predicación decide continuar sus estudios en París; allí pronuncia junto a sus compañeros un voto de pobreza e iniciaron la Compañía de Jesús, peregrinar a Jerusalén, y ponerse disposición del Papa


¿Qué es la Compañía de Jesús?

La Compañía de Jesús es una orden religiosa de la iglesia católica fundada por San Ignacio de Loyola en 1540. Está hoy extendida por todo el mundo, con cerca de 17.000 jesuitas que trabajan por la evangelización del mundo, en defensa de la fe y la promoción de la justicia, en permanente diálogo cultural e interreligioso.

El carácter internacional de la Compañía se ha mantenido a lo largo de su historia, a pesar de haber sufrido múltiples avatares, entre ellos, fue suprimida por el Papa Clemente XIV en 1773 y más tarde restituida por el Papa Pío VII en 1814.

El nacimiento de la Compañía de Jesús en 1540 supuso una novedad con respecto al resto de órdenes existentes en el momento. San Ignacio de Loyola quiso que los jesuitas estuvieran siempre preparados para desempeñar cualquier labor o ser enviados donde fueran requeridos, con una permanente disponibilidad a partir en misión. Su modelo eran los primeros discípulos de Jesús, que salen de Jerusalén y llevan a todas partes -“hasta los extremos del mundo”- la noticia de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo; y de un modo especial, el apostolado itinerante de Pablo. Los jesuitas, además de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, emiten un cuarto voto de obediencia al Papa, que se refiere a las misiones específicas a las que éste les pueda destinar.

El trabajo de los jesuitas se desarrolla en ámbitos muy diversos. Hay de destacar su dedicación al mundo de la educación en colegios y universidades, la acción social al servicio de los colectivos más vulnerables, el trabajo intelectual en el campo de la cultura, la teología y la ciencia, o el acompañamiento espiritual, entre otros.

Superior General actual.

Arturo Marcelino Sosa Abascal nació en Caracas el 12 de noviembre de 1948. Es licenciado en Filosofía por la Universidad Católica Andrés Bello (1972) y doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Central de Venezuela.

En la Congregación General 35 celebrada en 2008 fue elegido por el Padre General Adolfo Nicolás Pachón como Consejero General. Y en 2014 se incorporó a la Curia de la Compañía de Jesús en Roma como delegado para la Curia y las casas y obras interprovinciales de la Compañía de Jesús en Roma. Se trata de instituciones que dependen directamente del Padre General de los Jesuitas y para las que nombra a un delegado. Entre ellas se encuentran, además de la Curia General, la Pontificia Universidad Gregoriana, el Pontificio Instituto Bíblico, el Pontificio Instituto Oriental, el Observatorio Vaticano, así como diversos Colegios Internacionales y Residencias.

Entre 1996 y 2004 fue Superior Provincial de los Jesuitas en Venezuela. Anteriormente había sido coordinador del apostolado social y director del Centro Gumilla, centro de investigación y acción social de los jesuitas en nuestro país. Junto con ello tuvo a su cargo la revista SIC, la que obtuvo bajo su dirección en 1979 el Premio Nacional de Periodismo.

El padre Arturo Sosa cuenta con una larga trayectoria de dedicación a la docencia y la investigación. Ha desempeñados diversos cargos y funciones en el ámbito universitario. Ha sido profesor y miembro del Consejo Fundacional de la Universidad Católica Andrés Bello y Rector de la Universidad Católica del Táchira. Especialmente ha ejercido la investigación y la docencia en el campo de las ciencias políticas, en diferentes centros e instituciones, como la Cátedra de Teoría Política Contemporánea y la Cátedra de Cambio Social en la Escuela de Ciencias Sociales. Ha sido investigador en el Instituto de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Central de Venezuela y profesor de la Escuela de Estudios Políticos en la Cátedra de Historia de las Ideas Políticas de Venezuela. En 2004 fue profesor invitado por el Centro para Estudios de América Latina de Georgetown University, en Estados Unidos y fue profesor de la Cátedra de Pensamiento Político Venezolano de la Universidad Católica del Táchira.

Ha publicado diferentes obras, especialmente sobre historia y política venezolana.

Papa Francisco.

El 13 de marzo de 2013, durante la quinta votación del cónclave derivado de la renuncia del Benedicto XVI, fue elegido como nuevo Papa el arzobispo Jorge Mario Bergoglio, quien fuera miembro de la Compañía de Jesús y quien tomó el nombre de Francisco. Aun siendo los miembros de la Compañía de Jesús considerados como influyentes consejeros de la Curia Romana desde los siglos XVI y XVII hasta el pontificado de Juan Pablo II, ninguno había alcanzado posteriormente la dignidad papal. En referencia a las dignidades eclesiásticas, y para evitar que la ambición se insinuase en el espíritu de los miembros de la Compañía, Ignacio de Loyola añadió en las Constituciones por él escritas la obligación de un voto reservado a la Santa Sede: según el espíritu del fundador, solo en raras ocasiones y por gravísimos y extraordinarios motivos, se dispensaría del voto a algunos de los miembros de la Compañía y se obligaría con precepto de obediencia al Papa la aceptación de dignidades eclesiásticas. De forma que en aquellos casos en que algún miembro fuera llamado por la Santa Sede a un servicio como parte de la jerarquía eclesiástica, debería primero ser dispensado del voto que le impide tal ejercicio.

 

 

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