Por Edward Rodríguez.
La aplastante victoria de Donald Trump en las recientes elecciones de Estados Unidos es, sin duda, un evento que marca un antes y un después en la política estadounidense y sus implicaciones globales. Lo primero que surge es la evidencia del voto de castigo a la administración de Joe Biden y por ende, a su candidata y vice presidenta Kamala Harris: una factura pasada por el aumento en la inflación y el sentimiento generalizado de que los problemas que preocupan al ciudadano común no solo no se resolvieron, sino que empeoraron. Trump, con su regreso, parece prometer una restauración a un estado anterior, a un Estados Unidos donde, según perciben sus seguidores, la vida era menos costosa y la seguridad nacional estaba más protegida.
Sin embargo, lo que hay detrás de esta narrativa victoriosa es mucho más complejo y, como toda victoria, tiene sus riesgos. Más de 72 millones de votos y 292 colegios electorales —cifras que aún aumentaban al momento de escribir este artículo— hablan de una parte de la nación que vio en Trump el regreso a una promesa incumplida, una ilusión de estabilidad y firmeza. La narrativa de Trump se basa en el control de la inflación y la mano dura en inmigración, y ese es precisamente su punto de mayor atractivo. Pero, al mismo tiempo, plantea una gran pregunta: ¿cuánto de esta narrativa es realista y cuánto es producto de una campaña diseñada para apelar a las emociones de un electorado insatisfecho?
Para los venezolanos, el regreso de Trump implica otra promesa, o tal vez una deuda pendiente de su primera administración. La presión ejercida sobre el régimen de Nicolás Maduro, aunque tuvo un apoyo notable en su momento, se diluyó cuando el mundo cayó en la crisis de la pandemia. Y, en efecto, es una ironía oscura que una pandemia haya permitido la supervivencia de un régimen al borde de la asfixia. Trump, en esta segunda oportunidad, tendría ante sí la posibilidad de resolver el «problema venezolano,» un propósito que, según muchos, le granjearía aún más apoyo entre los latinos de Estados Unidos. Pero aquí surge otra paradoja: el gran obstáculo de Trump no es Venezuela, sino su propia administración y la imprevisibilidad que la ha caracterizado.
Es posible que en esta segunda administración la estrategia contemple la zanahoria y el garrote, esa fórmula de prometer beneficios al régimen venezolano en un primer momento para luego, si no obtiene resultados, aplicar medidas más severas. La diplomacia de Trump, aunque carente de matices, ya ha mostrado antes cómo esa fórmula puede ser útil, pero también peligrosa. La historia nos muestra que los gestos de presión en política internacional no siempre producen los efectos esperados; si Trump decide utilizar su táctica de fuerza bruta, Venezuela podría responder de manera igualmente imprevisible, aferrándose más a sus aliados o reforzando su retórica antiamericana.
Al fin y al cabo, el regreso de Trump podría ser la historia de una oportunidad para resolver asuntos inconclusos. Pero también podría transformarse en el inicio de una política exterior que abandone la mesura y el análisis cuidadoso por una estrategia impulsiva y directa, una que, sin darse cuenta, desencadene efectos contrarios a los deseados. Como el episodio de la crisis de los misiles de 1962 nos recuerda, en la política internacional, que las decisiones impulsivas pueden llevar al borde de la catástrofe. Al final, puede que este nuevo capítulo no sea el comienzo del fin de Maduro, sino el principio de un conflicto aún más complejo para el cual las promesas de campaña, tan atractivas en su simplicidad, no tendrán respuestas ni soluciones tan inmediatas ni tan efectivas.
El primer capítulo de esta segunda temporada de Trump, que puede padecer predecible, apenas comienza. Amanecerá y veremos.