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Trump cierra las puertas | Por: David Uzcátegui

por Agencia EFE
17/06/2025
Reading Time: 3 mins read
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Las recientes decisiones del presidente de Estados Unidos Donald Trump en materia migratoria, han vuelto a colocar a los venezolanos en el centro de una tormenta política y humanitaria.

A través de una combinación de restricciones migratorias, cancelaciones de programas de protección y deportaciones masivas, el gobierno de Trump ha endurecido su política hacia la comunidad que lleva nuestro gentilicio en el país del norte. Sin embargo, lo que está en discusión no es solo la legalidad del enfoque, sino los derechos, la dignidad y la estabilidad de millones de personas, tanto dentro como fuera de Estados Unidos.

El golpe más reciente llegó el pasado 4 de junio, cuando Trump firmó una nueva proclama que prohíbe otorgar a ciudadanos de Venezuela nuevas visas de turismo, estudio o intercambio cultural.

Esta decisión, presentada como parte de un paquete de medidas para «restablecer el orden migratorio», afecta de manera directa a miles de familias venezolanas que planeaban visitas a sus familiares en EE. UU., iniciar estudios o participar en programas de intercambio.

La orden, que entró en vigor el 9 de junio, suspende la emisión de visas tipo B1/B2, F, J y M, dejando pocas excepciones y generando un nuevo muro invisible entre EE.UU. y Venezuela.

Pero esta no es una medida aislada. Forma parte de una cadena de decisiones que, en conjunto, tienen un efecto devastador para los numerosos venezolanos que han salido de nuestro país, tras tomar la decisión de intentar un nuevo comienzo.

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El argumento del gobierno es claro: detener los flujos migratorios masivos. Sin duda, de entrada, hay una base legítima: todo país tiene la potestad soberana de decidir bajo cuáles condiciones entran los extranjeros a su territorio.

Sin embargo, lo que no se dice es que estas nuevas acciones no solo afectan a supuestos infractores de la ley, sino también a estudiantes, trabajadores, familias enteras, profesionales y niños. La criminalización generalizada de comunidades enteras no resuelve los desafíos migratorios; al contrario, los agrava.

El uso de la ley de Enemigos Extranjeros de 1798 para justificar deportaciones de venezolanos —como ocurrió en marzo, cuando más de 230 personas fueron enviadas a El Salvador— es un precedente alarmante. Esta legislación, concebida para tiempos de guerra, está siendo aplicada de forma arbitraria y con motivaciones propagandísticas.

Lo más preocupante es que abre la puerta a justificar cualquier medida autoritaria bajo la excusa de la “seguridad nacional”, incluso cuando no existen pruebas fehacientes de que las personas afectadas representen una amenaza. Muy lejos está Venezuela de haber declarado la guerra a Estados Unidos o de estar poniendo en marcha una invasión a ese país, con lo cual se demuestra el despropósito de la aplicación de una ley que es totalmente inadecuada a la situación.

Para los venezolanos que permanecemos en nuestro país, estas decisiones implican el cierre de las pocas vías legales que aún existían para entrar a territorio estadounidense. Las restricciones impuestas por la administración Trump cancelan oportunidades de estudio, de reunificación familiar, de progreso personal y colectivo.

Muchos verán frustrados sus planes, pero la experiencia demuestra que este tipo de medidas no atajan el problema. Muy al contrario, lo agravan. La migración no se detendrá; solo se volverá más arriesgada y costosa.

En otros países de América Latina, especialmente Colombia, Perú, Ecuador y Chile, las medidas también generan efectos colaterales. Si Estados Unidos cierra sus puertas a migrantes, los países vecinos seguirán absorbiendo una carga migratoria para la que no están suficientemente preparados. Eso generará presión sobre sus sistemas de salud, educación y empleo.

Lo más paradójico es que muchas de estas decisiones han sido tomadas sin considerar la existencia de una comunidad venezolana amplia, activa y valiosa en Estados Unidos. Empresarios, trabajadores de la salud, académicos, artistas y miles de familias que contribuyen a la economía y al tejido social ahora ven amenazada su permanencia y su estabilidad. Castigar a toda una comunidad por los errores o excesos de unos pocos es injusto e ineficaz.

No se trata de negar los desafíos que enfrenta el sistema migratorio estadounidense. Es evidente que se necesita una reforma estructural, moderna, compasiva y realista.

Pero utilizar medidas de excepción para cerrar la puerta a poblaciones específicas como los venezolanos, solo refuerza la certeza de que se está procediendo sin un conocimiento real del problema, mientras se erosionan los principios que han guiado históricamente a la política exterior estadounidense.

 

 

 

 

 

 

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