
Por: Alí Medina Machado
Esquina “Buenos Aires”
La ciudad de Trujillo en aquellos años del primer cuarto del siglo XX, tuvo que haber sido muy pequeña, modesta en sus proporciones materiales, aunque grande en el concurso creador y participativo de sus hijos. El hombre de la época se circunscribe al trabajo para ganarse el sustento, porque la condición social es harto exigente y la riqueza no abunda, como tampoco abunda en la ciudad de este tiempo moderno. Aquel poblador hacendoso deja paso libre también a la nostalgia y a la sentimentalidad, y de este aislamiento saca una fuerza espiritual enorme que se traduce, unas veces en canción, y otras en poemas, como manifestación del ánimo que existe en el lugar, justamente por la condición espirituosa de la modesta villa capitalina.
Ya Laudelino Mejías es artista del valse y de otros tipos de producciones criollas. Sus composiciones son musitadas en boca del cantante aficionado, al que acompañan conjuntos de cuerdas serenateros. Su música es blasón del alma trujillana, y exteriorización fecunda del rico acervo nativo que identifica al Trujillo nocherniego y sentimental. Así lo deja ver el aeda José Félix Fonseca en inspirado soneto titulado “Música criolla”, compuesto por efectos de un vals del maestro Mejías; poema que dice: “Finge la luna al escalar el cielo, / que inunda en resplandores de diamante / una argentina mariposa en vuelo / por los jardines del azul distante. / Por la extensión del bello panorama, / que forman cielo claro y verdes lomas, / la música de orquesta se derrama / despertando en sonido a las palomas. / Qué dicen esas notas cristalinas / que surgen de la dulce mandolina / como voces de humanos que se quejan? / Dicen que el alma de un artista llora / la ausencia de su amada ensoñadora / y tantas esperanzas que se alejan”.
En la breve ciudad noctámbula, cuando la luna se retira timorata por temer a los fantasmas de la oscuridad, el grupo serenatero hace su aparición. En primer plano surge un joven comerciante de fuerte espíritu emprendedor, Pedro Torres. Es él precisamente, quien motiva a los otros jóvenes para la farra, con la canción a flor de labios: valses, bambucos y pasillos, fundamentalmente. Van directos al botiquín para la primera consumición, que aligera el alma y acrecienta la afectividad. Luego de varios brindis, ya más tarde en la alta noche, se acude a la celosía de la vieja casona, donde la joven dama atribulada por un candor de crianza, muestra tímidamente su embeleso al enamorado contumaz, que es todo un arrebato de palabras amorosas y de proposiciones sentimentales.
Tal como lo dice el poeta, la música emocionante del joven Laudelino, se difunde por la extensión del bello panorama nocturno, en el que hay una luna de diamante y un cielo de oscuros infinitos.
En el fondo del cuadro, la ciudad dormida deja pasar desapercibidas aquellas quejas del alma que emergen de las mandolinas bien entonadas y ejecutadas por habilidosas manos, en consonancia con la voz quejumbrosa del cantante que transmite la canción con que ha despertado el sueño de la damisela.
Del mismo modo, el poeta Fonseca describe con fidelidad a la ciudad en otro bello soneto que inspira el siempre significativo nombre de la “Alameda Ribas”. Temporalmente el bardo se sitúa en el mes de marzo, cuando las noches trujillanas son intensamente durables. Y dice que la noche es hermosa, tanto, que pudiera dar también motivo al artista del pincel o del pentagrama para la más elevada inspiración. Desde la Alameda, más en aquel tiempo romántico de antaño, cuando el hombre sabía captar el ambiente espiritual de la ciudad, se alcanza a mirar toda la pequeña Villa; su extensión de formas, de sombras y de luces. El otero o alcor, la terraza del cerro es totalmente propicia para la sublimación. Se regresa al parque, para dejar que la vista se vaya sola en la contemplación de un paisaje que presenta en primer plano la vieja Torre de la iglesia Catedral, en cuya parte posterior están los números negros que identifican la edad del templo, proveniente desde el lejano año colonial de 1662. Luego, del lado izquierdo la Calle Arriba, que sube hasta El Calvario, con su medroso y atiborrado cementerio y, del lado derecho, La Otra Banda, que así se llamaba todavía aquella larga extensión urbana semipoblada, que venía desde la entrada de la ciudad, hasta el “Puente Carrillo”, frontera que separaba las dos porciones geográficas de la noble ciudad multisecular.
“Serenidad de ondas de laguna”… Sí, una laguna profunda y negra aquella soledosa urbe que está allí abajo acostada, dormitando en la quietud de la noche tranquila. El poeta la identifica como una laguna porque es un solo hálito de sombras profundas, invitadora y obsequiosa si se quiere; laguna encantada que conjunta el cielo y la tierra, cuyo aporte mágico por parte del primero, es una luna que derrama con arrogante gesto de gran dama, luminosos nácares.
Y el cercano parque de Bolívar es un leve sueño en el que ondean, por la suave canción del viento, elevados árboles frondosos de frutos y de aromas. Las palmeras de sus avenidas, abren las alas de sus hojas inmensas para recibir el plateaje lunar, mientras los pocos trasnochadores, que sueñan con sus novias en los bancos, creen que las nubes son fieros osos grises de por allá en Alaska, que también dormitan silenciosos a esas horas del conticinio.,
De esa época luminosa del Trujillo antañón, regido espiritualmente por una generación devota de la bohemia fina, citamos los textos testimoniales de escritores que vivieron ese mismo tiempo. Por ejemplo el cronista S. Joaquín Delgado, refiriéndose a la personalidad musical de José Antonio Carreño, escribe lo siguiente: “Trujillo fue algo especial, dilecto para el joven músico. Allí se incorpora a la “Banda Vásquez”, y es su guía espiritual el Presbítero Esteban Razquin. Entonces brota en el firmamento de la música regional, un extraordinario valor que durante cuarenta años irá a ser el más grande trompetista de todos los tiempos en el arte trujillano.”
La trascendente “Banda Vásquez” había sido un propósito musical muy significativo realizado en esta ciudad de Trujillo, una búsqueda de creación e interpretación musical cuyos componentes fundamentales eran los hermanos Vásquez, y cuya historia más señalada es la que dice que conformó el antecedente inmediato de la célebre “Banda Filarmónica de Trujillo”, fundada por el insigne sacerdote español Esteban Razquin, de feliz recordación para la tradición cultural regional, más que todo por la generación de músicos que formó pedagógicamente, así como por ser el autor de la música del Himno del Estado. La “Banda Vásquez” estuvo integrada por Rafael Vásquez, Jesús Vásquez, Miguel A. Villasmil, Juan Vásquez, José Alvarado, Víctor Escalona, Sálvano Ramírez. Aparicio Lugo, Antonio Vásquez, hijo y Miguel A. Lugo Vásquez.
Dice José Armenio Núñez, en elogio también a José Antonio Carreño, lo siguiente: “Cuando la Banda Filarmónica de Trujillo, escuela fundamental de la famosa “Banda Sucre” del Estado, fuera fundada y dirigida por el recordado profesor español Presbítero Esteban Razquin, y sustituyera definitivamente en sus evocadoras melodías a la renombrada “Banda Vásquez”, empezando a ofrecer en Trujillo sus maravillosas interpretaciones musicales, fue entonces cuando Carreño ya se destacaba como uno de los más aprovechados exponentes de esa nueva legión de artistas del terruño, ya que fue desde esa misma época cuando el pueblo trujillano empezaba a saborear con mayor regocijo la música de primer orden, si así se nos permite llamar las universales partituras de los más renombrados compositores europeos y americanos. Fue así como en numerosas oportunidades, en el parque Bolívar de nuestra capital y en otros sitios distinguidos de la urbe, los espíritus amantes de aquella música se extasiaban oyendo las melodías en diversas obras clásicas.”
En el texto elogioso de Armenio Núñez, se cuenta la descollante actuación cultural que tuvo en aquel tiempo trujillano la institución musical creada y dirigida por el padre Razquin, e integrada por los siguientes ejecutantes, muchos de ellos de grata recordación, Belisario Urrecheaga, Elías Dávila, Juan Paredes, Gerardo Tachella, Juan Ramón González, Nicomedes Orellana, Rafael María Valecillos, Antonio Mejías, José Eliseo Rosario, José Manuel Cegarra, Laudelino Mejías, Subdirector, José Antonio Carreño, Domingo Villabona, Miguel Árias y Leopoldo Lujo.
Sobre el padre Razquín, anota S. Joaquín Delgado, en su periódico “Sabatino”, lo siguiente: “Con esta expresión de Virgilio quiero empezar esta Crónica dedicada al padre Esteban Razquin, oriundo de España, trujillano de corazón, y baptistero hasta la médula. El escritor Francisco Armenta, en el diario capitalino “Últimas Noticias”, escribe Rasqui, en vez de Razquin. Él también se acuerda del valiente sacerdote en un artículo que publica en este mismo mes de agosto. Muchas cosas bonitas tenemos en la mente para decir de aquel español que, recién ordenado, se vino a Trujillo y se quedó aquí culturizando, haciendo labor y forjando la historia de Trujillo en el pentagrama y en la acción. Era un católico sacerdote de los escogidos, y cumplía a cabalidad sus requerimientos. Pero, entre rato y rato, escribía música; escribe la música del Himno del Estado Trujillo, y gana glorias imperecederas. Pero como humano comete un pescadillo, se mete en la política, mejor dicho, los tentáculos de la política lugareña lo enredan, y se vuelve fanático y se enrola como uno de los mejores partidistas”.
Señala luego Segundo Joaquín, en el mismo artículo: “Nosotros no sabíamos nada de política en ese entonces, ni conocíamos la palabra siquiera. tal como nos sucedió a raíz de la muerte de Gómez, que la palabra democracia nos zumbaba en los oídos… tantos años de no oírla, ni siquiera en boca de sus más entusiastas abanderados; nosotros que veíamos al padre Razquin diciendo misa en la Chiquinquirá, acompañando al piano al célebre violinista Luis Palma, que nos visita ese año 1914, y que da un concierto en el Palacio Ejecutivo, que lo vemos trajinar por las calles de Trujillo nervioso y neurasténico, con los discípulos de su Banda Filarmónica que está fundando con Aparicio Lugo y otros miembros de la Banda Vásquez, que regaña a Carreño, a José Antonio Carreño porque al ejecutar “solos” de cornetín, no pone nada de su parte por alejarse de la bohemia larga y tendida de esos días… cuando el propio Carreño se inspira en un vals y lo titula “Échemelo de a dos cobres”, es decir, un palo de caña de a cobre era bastante cantidad, ahora de a dos cobres venía siendo medio vaso. Y entonces el padre Razquin se va de Trujillo para siempre. No puede estar más en su cara tierra trujillana. Aquí deja buenos recuerdos. Con dolor se separa de Monseñor Carrillo, de quién era admirador y consecuente servidor”.
Trujillo estaba rodeado de música por todas partes. Había una secuencia de conciertos, retretas, serenatas, improvisaciones… fiestas patronales y domingos adornados. Ganas de aquellas gentes pueblerinas de rendir culto afectivo a santas, santos; patronas y patronos. Eran fechas de señaladas tradiciones en todos esos meses y años dentro de esa porción epocal del siglo XX. Músicos y parranderos conjuntados, haciendo de las suyas con los instrumentos y las voces. Y una gloriosa estimulación de la vida interior. Y Sentidas manifestaciones de corazones enamorados, esperando ver al pie de los ventanales o en portones semiabiertos, las vislumbradas figuras de las bellas muchachas trujillanas.
En los pueblos, en tanto son más pequeños, más grande se hace la amistad. Ésta se vuelve actitud en cada persona, para quedarse en la posición positiva de la correspondencia. Corriente emotiva que se va extendiendo por las venas del cuerpo y se alarga hasta salirse de su cauce individual y llegar al amigo, compañero o conocido, que los tres conceptos se entretejen como ingredientes de la personalidad. Concepto amplio con que se manifiesta la vida en “La ciudad del alma”, que así también se ha denominado a Trujillo por su pacificidad y condición interior. Y por ser también de corazón en mano. Y porque mientras exista tal dimensión en el concepto social comunitario, las colectividades humanas desarrollan las cualidades de la armonía entre lo interior y lo exterior, y los valores crecen y se proyectan con muy beneficiosos resultados
Lejano el tiempo metido en la oscuridad de tantos años transcurridos, sacamos de allí, de ese largo lapso temporal citadino, del bucólico escenario de la ciudad, a un grupo de hombres serenateros que dirigen sus anhelos vitales a la parranda sana para exorcizar su dolorida condición sentimental.
Retrotraemos la imaginación para describir una escena de aquel espectáculo en que estos cruzados, dueños de una juventud en plenitud vivida, recorrían caminos diversos para asistir a los frontis de las casas escogidas, alegradas cada una de ellas por la presencia altiva de las tiernas damas seleccionadas para recibir la serenata de rigor, a los acordes melodiosamente quejumbrosos de los instrumentos de cuerda y de viento, por qué no, que dejaban escuchar páginas musicales recientes compuestas por ellos mismos, con claros nombres de mujer o de títulos connotativamente afectivos, como “Ana Isabel”, “Josefina” “Celia Rosa”, “Tu dulce mirar”, “Angelina”, “No me digas adiós”, “Acuérdate de mí”…y otras páginas sentimentales más.
Cada uno de estos jóvenes se fueron haciendo hombres de postín en el transcurrir de la existencia, en el entorno social donde les tocó actuar. Fueron rindiendo su ración de trabajo, de vida familiar y amiga y de solaz. En ellos tuvo primacía siempre el concepto del compañerismo, por encima de cualquier otra prebenda. Sellaron una amistad para siempre en la cercanía física, y en el alejamiento que también lo hubo como lo demarca la vida humana. Una hermandad que los hizo hijos de una sola tierra con las que se identificaron por medio de un enraizamiento profundamente demostrado y mantenido; tanto así, que el Trujillo espiritual tradicional, como sello icónico, tiene permanentemente adherido a su espíritu social el calor filial-afectivo de estos nombres. Son epónimos entonces y reviven en la cotidianidad de cada día o, al menos, de cada hecho que los haga recordar. Son memoria también; nunca desmemoria.
La dinámica social tiene entre sus objetivos, mantener vivas las historias de lo acontecido en un suelo determinado. Los pueblos viven recordando a los hombres destacados de sus generaciones anteriores, a los que supieron actuar encima de la tierra y se hicieron visibles a los otros, y dejaron huellas por ello. A los que se enmarcaron en la conciencia colectiva. Y en tanto las generaciones cierran su ciclo vital, los nuevos hijos asumen entonces el compromiso ético de continuar la hermandad que, como bien sabemos, sucede entre estas ramas humanas trujillanas, que son los descendientes de los ilustres y benevolentes personajes aquí nombrados..
Permanecer, he ahí la razón. El alma que es espíritu, esto es, animación, trasciende los efectos del tiempo. En tanto se viva con profusión de presencia anímica, así se permanece para la albura de todas las edades. Hombres que señalaron el camino sentimental del siglo XX trujillano, existen en la atmósfera afectiva que todos respiramos. Y por tanto, continúan vivos Laudelino, que cada día mantiene vigoroso el torrente de su alma compositora. Y Armando Núñez, poeta y músico. Y Pedro Torres sano bohemio y promotor de esa cultura. Y Carreño echando al vuelo los trinos tan agudos de su sonoro cornetín. Y los hermanos Gonzalo y Leopoldo Lugo Vásquez. Y Rafaelito Vázquez, acompañando la serenata a la tierna mujer amada. Y Joaquín Delgado y Armenio Núñez contando los sucesos de aquella vida bohemia tan arraigada, para que generaciones de los tiempos contemporáneos y las del porvenir, puedan conocer aquella historia musical tan particularizada por la calidad de los hacedores que la realizaron, y del cómo esa actividad mantiene vigente el alma popular de una población que siempre ha sentido y cantado su propia vida cotidiana.
¡Mantente informado! Síguenos en WhatsApp, Telegram, Instagram, TikTok, Facebook o X
