Si Remedios, la bella, el personaje de Cien Años de Soledad, saliera del Macondo de García Márquez y caminara la trocha del Puerto de Santander, en la frontera colombovenezolana, de seguro le ofrecerían unos buenos pesos por su larga cabellera.
Esto fue lo que vivió una joven en ese lugar el lunes 30 de octubre, cuando fue a buscar antibióticos para tratarse una gastritis porque no los encontraba en Venezuela. Antes de llegar a una botiquería, fue recibida por varios hombres que sin ningún tipo de tacto le gritaron: “¡Te compro el cabello!”, “¡Quiero tu cabello!”, “¡Véndeme esa melena!” y, de inmediato se la valoraron en 150.000 pesos, lo que al cambio para ese día significaba 1.500.000 bolívares.
Desde el 19 de agosto de 2015 está prohibido el paso de vehículos hacia Colombia y solo se permite el flujo peatonal debido al cierre de frontera ordenado por el presidente venezolano, Nicolás Maduro. Son más los que van de Venezuela a Colombia que los que regresan. No existe requisa por parte de los policías colombianos; tampoco piden documento de identificación.
El alcalde de Cúcuta, Henry Valero, declaró ante el medio La Opinión, en enero de 2017, que desde esa fecha “quienes pasen a Colombia por Puerto Santander no presentan documentación al momento de ingresar”, tras una petición realizada por el organismo de migración de ese país al Ministerio de Relaciones Exteriores, con el fin de evitar un colapso por el alto flujo de extranjeros por el puente Internacional Unión, que comunica ambas fronteras.
El ambiente cambia de inmediato cuando se cruza. Los comerciantes informales colombianos se aglomeran en la entrada del Puerto de Santander y esperan a los venezolanos como caimán en boca de caño para ofrecerles pesos por efectivo, oro y, últimamente, hasta el cabello. A las mujeres les dicen que, de acuerdo con el cuidado y extensión de su melena, esta puede valer entre 30.000 y 200.000 pesos, lo que al cambio de 0,10 pesos por bolívar, serían de 300.000 a 2.000.000 de bolívares. Con este monto, las venezolanas pueden comprar la mitad de la cesta básica en su país, que según la estimación del Cendas para el mes de septiembre, tenía un costo de 3.901.076 bolívares.
Luego de pasar por los “compramelena”, están los que buscan plata y oro.
El gramo del metal dorado lo pagan en 66.000 pesos y el de plata en 55.000 pesos. Si se llevan joyas fabricadas con oro italiano, se puede obtener más dinero, pues el gramo se encuentra en 74.000 pesos, que al cambio son 740.000 bolívares; todo es de acuerdo con la conversión del día.
Un cliente venezolano asegura: “Los colombianos no pierden una; quieren salir ganando como sea. A veces les damos lástima y nos dan hasta 800.000 bolívares por un gramo”.
En una visita a tres casas de compra de oro y plata se comprobó que las cotizaciones se mantenían igual, y aunque los “alhajeros” de la calle ofrecían hasta 76.000 pesos por el gramo de oro, los venezolanos se iban a negociarlo en las tiendas porque la seguridad es mayor. En estos locales eligen entre vender su prenda en pesos o una transferencia en bolívares a su cuenta en Venezuela.
El efectivo corre por la frontera
El pasado 7 de septiembre, el presidente Nicolás Maduro anunció que desde el lunes 11 de ese mes serían implementadas nuevas medidas para la venta de combustible en la frontera colombo venezolana —aunque aún no se ha determinado un alza en el precio—. A su vez, el domingo 29 de octubre, el jefe del Comando Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional (Ceofanb), almirante Remigio Ceballos, informó que se había logrado el decomiso de 2.300 millones de bolívares que iban a ser traficados a Colombia. Sin embargo, a pesar de estas medidas, el contrabando de gasolina y efectivo sigue vigente, y son las modalidades que ha encontrado el venezolano para aprovecharse del diferencial cambiario entre la moneda de ambos países.
Por la entrada de Coloncito, municipio Panamericano, el tiempo estimado para llegar al Puerto de Santander es de aproximadamente una hora. En este pequeño trayecto se aprecia cuál es la mafia que reina en la frontera tachirense.
Funcionarios de la Guardia Nacional y del Ejército se hacen ciegos, sordos y mudos ante todo lo que les pasa por el frente; eso sí, si están en la jugada, pero a quien se atreva a entrar en el negocio sin dar “para el fresco” o “colaborar”, le decomisan la mercancía o el dinero en efectivo, los arrestan y pasan a formar parte de esos logros que exhiben las autoridades ante los medios de comunicación.
El primer punto de control en el camino a la frontera queda a unos 20 minutos de Coloncito. Un toldo de playa, una mesa y dos sillas es todo lo que acompaña a dos funcionarios de la Guardia Nacional. Sus insignias los delatan. Ninguno pasa de los 25 años. Muy cerca de la mesa se encuentra un tobo, como los que se usan para botar desperdicios, pero dentro de este no se encuentra ni un papel sucio ni un vaso con rastros de café. Un militar desprevenido revela un secreto: el recipiente les sirve para guardar de miradas ajenas la “caleta” de billetes que conforma la contribución de todos los que quieren pasar al otro lado para cambiar efectivo por transferencia o los “marranos” que trafican gasolina.
Los “marranos” o “torcidos” son todos aquellos hombres y mujeres que, gracias al bajo costo de la gasolina en el lado venezolano, decidieron cambiar las oficinas o trabajar como taxistas en poblaciones tachirenses, como La Fría, Coloncito, La Tendida o la merideña El Vigía, para pasar sus mañanas y tardes en kilométricas colas a las afueras de las estaciones de servicio de la región. El fin es uno solo: transportar parte de la capacidad de sus tanques a los “desconchaderos” (centros de acopio de gasolina) ubicados al interior de viviendas localizadas en el trayecto de Orope a Boca de Grita, cuyos dueños, además de almacenarla, se encargan de pasarla a Cúcuta. Por cada pimpina de 20 litros descargada pagan de 120.000 a 180.000 bolívares —más de una cuarta parte del salario integral del venezolano, fijado actualmente en Bs. 456.507— de acuerdo a cuán lejos o cerca se esté del Puerto de Santander.
Después del primer punto de control, viene un segundo, localizado a unos 15 minutos del puesto de Orope. Allí tres efectivos de la Guardia Nacional, menores de 30 años, acompañados por uno con más rango, se resguardan del sol inclemente bajo la sombra que genera la frondosidad de los árboles. No tienen toldo, pero sí una mesa y otro tobo que les sirve como centro de acopio de las “contribuciones”. Los “marranos” les dan a los funcionarios la mano, en la que pasan escondidos los billetes. Pero los que no están en el negocio son bajados, y si llevan algo que no han notificado (grandes cantidades de efectivo, crema dental, pañales desechables, mayonesas o mantequillas) se los decomisan.
Luego de estos puntos improvisados, vienen las alcabalas de Orope y, posteriormente, la de Boca de Grita —la que conecta con el Puente Unión—. Aquí los efectivos suben las tarifas, y las peripecias del venezolano para pasar dinero por el Puerto de Santander son aún mayores. La cuestión no es solo “mojar la mano” de los funcionarios, tanto de la guardia nacional como del Ejército, sino la forma de transportar el efectivo por el puente: cajas, sacos y bolsos son usados por los nacionales y, aunque los policías colombianos no ponen muchos peros, la idea es disimular y cumplir la meta: regresar a Venezuela con una transferencia de 900.000 bolívares por cada 500.000 que logren ingresar en billetes del nuevo cono monetario.
Es así como todo el efectivo que no se ve en las entidades bancarias venezolanas, donde el monto de retiros ha sido limitado en algunos casos hasta 10.000 bolívares, se observa en cada rincón de la frontera. Antonio Morales, titular de la Superintendencia de las Instituciones del Sector Bancario de Venezuela (Sudeban), admitió el hecho el 17 de agosto y dijo que aproximadamente 30 % de la distribución de los billetes venezolanos está siendo desviado hacia el vecino país.
Billetes de 50 y 100 bolívares; de 1.000, 5.000 a 20.000 se transan como moneda corriente en Colombia como si fuese Venezuela. Algunos llevan bajas cantidades de dinero para comprar el kilo de harina de maíz, de arroz o de azúcar que no encuentran en su país, pues en el Puerto no se recibe transferencia. Otros colaboran con la mafia creada por los contrabandistas de combustible de Cúcuta, quienes por cada Bs. 100.000 que obtienen, pagan hasta 80 % adicional, porque necesitan efectivo para negociar el combustible con los “marranos”.
Los comercios dedicados a la venta de cauchos del lado colombiano se han convertido en centros de compra de efectivo, y los encargados de ofertar los neumáticos parecen verle más lucro a adquirir la moneda extranjera que a atender a sus clientes. Una mujer interesada en dos cauchos rin 15, esperó unos 15 minutos para recibir atención porque los cuatro vendedores de la tienda estaban ocupados contando y haciendo transferencias bancarias a los venezolanos que habían cumplido con la cantidad mínima exigida de billetes.
En el Puerto de Santander, las máquinas que cuentan dinero no paran; hasta las ligas para amarrar cada paquete de efectivo se venden. Aquellos comerciantes colombianos que otrora se dedicaban a la venta de ropa y calzado, le han visto mayor negocio a la compra de la nueva moneda venezolana destinada al negocio ilícito de combustible.
Habitantes de la frontera colombo-venezolana creen que mientras el galón de gasolina venezolano cueste 6,00 bolívares y el colombiano 7.900 pesos (79.000 bolívares al cambio) el contrabando no va a parar.