<Dónde estarán mi padre y mi madre con sus rostros. Dime tú, Pampanito que estás en la tierra y en el cielo qué piedras qué sueños del camino recojo. Dime y dame la ternura caliente de los muertos.> Poeta trujillano José “Pepe” Barroeta, 2006, en Dime Tú Pampanito, Del libro Todos han muerto.
Estamos a las puertas del desafío humano sobre cómo vivir cuando la pandemia acabe. Antes hubo los discursos de la muerte, la mortalidad, campos de la salud; en fin todo un mapa de concepciones sobre la muerte, cómo morir o si era legal decretarla. También la poesía se encargó de ella. Sin embargo, el miedo a morir no lo puede explicar ninguna racionalidad. De ser así la neurosis y la psicosis, en humanos temerosos de morir, no serían las herramientas de trabajo de psiquiatras y psicólogos. Apenas las religiones y mitos culturales alivian ese mal mayor en los humanos. Se pensó que la ciencia moderna daría la respuesta final en eso de prolongar la existencia, ya sabemos que no hay tal orgullo en ello. Por siglos la preocupación médica ha sido diagnosticar la muerte: por pulso, por un espejo en la boca del moribundo, por ausencia de respiración y circulación sanguínea. Con los avances tecnológicos vino el estetoscopio detectando latidos del corazón o con encefalogramas por cesación de actividad cerebral. Se establecieron reglas Bioéticas, normativas y leyes respectivas sobre la eutanasia o muerte sin sufrimiento. Hoy eso pasó a otro plano y nada asegura que la sociedad pierda su interés en tres aspectos: libertad, vida y muerte. La tradición discursiva de la muerte tenía estos relatos: Muerte y conocimiento (Platón). Muerte como indiferencia (Epicuro y la ciencia normal). Muerte como separación (Lecturas del amor-Eros-Tanatos-Freud y el Psicoanálisis). La muerte como ilusión (Hinduismo). La muerte como ficción, el devenir (Budismo). La muerte como algo inevitable (Judaísmo). La muerte como transformación por medio de la fe (Cristianismo). Poder y muerte (Hegel-Nietzsche-Sartre). Y el inolvidable Kierkegaard en su visión de la muerte como horizonte inefable. En todos esos discursos se encuentra la imposibilidad humana de aceptar cambiar la vida por la muerte, salvo una estrategia discursiva que todas las religiones manejan: depositar en el afuera humano la explicación del tener que morir, trasladar la culpa en otra parte u otro ser, buscar el heroísmo (mártires) de intentar aplazar su llegada como mal superior. Por eso existe la idea de Dios. La conclusión es obvia: somos creaciones hechas para morir y el tiempo es allí lo único a medir. Por supuesto, hay culturas mejor educadas comprendiendo la vida, el vivir y a la libertad. A eso se le denomina educación global. Es la parte que destaco frente a la pandemia: las sociedades menos educadas aportan más cadáveres hoy. Si hubiésemos asimilado con fines educativos los discursos de la muerte seríamos hoy sujetos menos vulnerables. Leamos: <Cuando la diosa egipcia Isis descubrió el cadáver de su amante Osiris, sus gritos de dolor provocaron que un niño que se encontraba cerca muriera de miedo>. Lo relata James P. Carse en su texto Muerte y existencia, P.23. Entonces el objetivo de confrontarse frente a la muerte es cómo educar para el duelo, sufrimiento y dolor de quienes quedan vivos. La pandemia dio unas señales: mata un modelo económico y permite que emerja otro, los rituales funerarios cambiaron su signo, protocolo y convivencia entre familiares y amigos del difunto. No comprender esto solo permite nadar en la indiferencia y el engaño. Toca ahora redefinir la vida, el vivir y el conocimiento de nuestros límites. La pandemia demuestra que vivíamos en una burbuja donde cualquier cosa pasaba por buscar un heroísmo inútil. Es como la venganza de los dioses. Saque sus conclusiones.
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