Así se titula la tercera encíclica del Papa Francisco, que firmó en Asís el pasado 3 de octubre. Si bien toda la extensa encíclica es un ferviente llamado a construir una convivencia fraternal, y acabar con la miseria, la explotación y las guerras, solo voy a referirme a tres aspectos que tienen especial importancia para Venezuela: la migración, la política, y el perdón.
Al tema de las migraciones dedica parte del segundo y todo el cuarto capítulo: “Un corazón abierto al mundo entero”. El Papa se opone con fuerza a la cultura de los muros y propicia la cultura del encuentro. Tras hablar de vidas desgarradas que huyen de la miseria, las guerras, persecuciones, desastres naturales; defiende el derecho a buscar una vida mejor en otro lugar y a ser respetados, acogidos, protegidos, promovidos e integrados. Incluso señala algunas “respuestas indispensables” especialmente para quienes huyen de “graves crisis humanitarias”: aumentar y simplificar la concesión de visados; abrir corredores humanitarios; garantizar la vivienda, la seguridad y los servicios esenciales; ofrecer oportunidades de trabajo y formación; fomentar la reunificación familiar; proteger a los menores; garantizar la libertad religiosa y promover la inclusión social. Y subraya que para evitar las migraciones no necesarias, hay que crear en los países de origen posibilidades concretas de vida digna para que no abandonen el país.
En el capítulo quinto considera la política como una de las formas más preciosas de la caridad. Afirma que la mejor política, lejos de los populismos, es la que garantiza a todos un trabajo digno y bien remunerado pues la mejor ayuda para un pobre no es darle dinero, que es un remedio temporal, sino permitirle vivir una vida digna por medio de su trabajo. La verdadera estrategia de lucha contra la pobreza tiene por objeto promover a los pobres solidariamente. El Papa aboga por una política que dice no a la corrupción, a la ineficiencia, al mal uso del poder, a la falta de respeto por las leyes. Una política centrada en la dignidad humana. Es también tarea de la política encontrar una solución a todo lo que atente contra los derechos humanos fundamentales, como la exclusión social; el tráfico de órganos, armas y drogas; la explotación sexual; el terrorismo y el crimen organizado. Su Santidad hace un llamado urgente a eliminar el hambre, que, según sus palabras, es “criminal” porque la alimentación es “un derecho inalienable”.
En cuanto al papel de la Iglesia, deja en claro que no renuncia a la dimensión política de la existencia, pues la atención al bien común y la preocupación por el desarrollo humano integral conciernen a la humanidad y todo lo que es humano concierne a la Iglesia, según los principios del Evangelio.
En el capítulo séptimo, Caminos de Encuentro, subraya que la paz está ligada a la verdad, la justicia y la misericordia, y tiene como objetivo formar una sociedad basada en el servicio a los demás y en la búsqueda de la reconciliación y el desarrollo. Ligado a la paz está el perdón: y si bien afirma que se debe amar a todos, aclara que amar a un opresor no es consentir que siga siendo así ni hacerle pensar que lo que él hace es aceptable. Los que sufren la injusticia deben defender con firmeza sus derechos para salvaguardar su dignidad. El perdón no significa impunidad, sino justicia y memoria, porque perdonar no es olvidar, sino renunciar a la fuerza destructiva del mal y al deseo de venganza
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