El día 8 de agosto de 2021 el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) publicó su informe, que se hace cada dos años, sobre la situación climática de la Tierra, fruto de la investigación de más de cien expertos de 52 países. Nunca el documento tuvo tanta claridad como ahora, a diferencia de los informes anteriores. Antes se afirmaba que era un 95% seguro que el calentamiento global era antropogénico, es decir, de origen humano. Ahora se sustenta sin restricciones que es consecuencia de los seres humanos y de su forma de habitar la Tierra, especialmente, por causa del uso de energías fósiles (petróleo, carbón y gas) y de otros factores negativos.
El escenario se presenta dramático. El Acuerdo de París especifica que los países deben “limitar el calentamiento por debajo de 2˚ C, y esforzarse para limitarlo a 1,5˚ C”. El informe actual insinúa que será difícil, pero que tenemos conocimiento científico, capacidad tecnológica y financiera para enfrentar los cambios climáticos, si todo el mundo, países, ciudades, empresas e individuos se empeñan seriamente ya ahora.
La situación actual es preocupante. En 2016 las emisiones globales de gases de efecto invernadero sumaban anualmente cerca de 52 gigatoneladas de CO2. Si no cambiamos el curso actual, en 2030 llegaremos a 52-58 gigatoneladas. En este nivel habría una destrucción tremenda de la biodiversidad y una proliferación de bacterias y virus como jamás ha habido antes.
Para estabilizar el clima en 1,5 centígrados, afirman los científicos, las emisiones tendrían que bajar a la mitad (25-30 gigatoneladas). En caso contrario, con la Tierra en llamas, conoceremos eventos extremos aterradores.
Soy de la opinión de que no bastan solo la ciencia y la tecnología para disminuir los gases de efecto invernadero. Es creer demasiado en la omnipotencia de la ciencia que hasta hoy no ha sabido enfrentar totalmente la Covid-19. Es urgente otro paradigma de relación con la naturaleza y con la Tierra, que no sea destructivo sino amigable y en sutil sinergia con los ritmos de la naturaleza. Esto obligaría a una transformación radical del modo de producción actual, capitalista, que todavía se mueve en gran parte con la ilusión de que los recursos de la Tierra son ilimitados y que permiten, por eso, un proyecto de crecimiento/desarrollo también ilimitado. El Papa Francisco en su encíclica Laudato Sì: sobre el cuidado de la Casa Común (2015) denuncia esta premisa como “mentira” (nº 106): un planeta limitado, en grado avanzado de degradación y superpoblado, no tolera un proyecto ilimitado. La Covid-19 en su significado más profundo nos exige poner en acción una conversión paradigmática.
En la encíclica Fratelli tutti (2021) el Papa Francisco entiende este aviso del virus. Contrapone dos proyectos: el vigente, de la modernidad, cuyo paradigma consiste en hacer al ser humano dominus (dueño y señor) de la naturaleza, y el nuevo que él propone, el de hacerlo frater (hermano y hermana), incluyendo a todos, los humanos y los demás seres de la naturaleza. Este nuevo paradigma del frater planetario fundaría una fraternidad sin fronteras y un amor social. Si no hacemos esta travesía, “no se salva nadie” (nº 32).
La gran cuestión es esta: ¿el modo de producción capitalista mundializado muestra voluntad política, tiene capacidad y razonabilidad suficientes para permitir este cambio radical? Ese sistema capitalista se ha hecho dominus (maître et possesseur de Descartes) de la Tierra y de todos sus recursos. Sus mantras son: el mayor lucro posible, conseguido por una competencia feroz, acumulado individual o corporativamente, mediante una explotación devastadora de los bienes y servicios naturales. De este modo de producción se originó el descontrol climático y lo que es peor, una cultura del capital, de la cual de alguna manera todos somos rehenes. ¿Cómo salir de ella para salvarnos?
Tenemos que cambiar, si no, según Zygmunt Bauman, “vamos a engrosar el cortejo de los que se dirigen hacia su propia sepultura”.
Lógicamente esta conversión urgente de paradigma demanda tiempo e implica un proceso de transformación, pues todo el sistema está engrasado para producir y consumir más. Pero el tiempo del cambio está expirando. De ahí el sentimiento del mundo de grandes nombres, cuya credibilidad incuestionable no es de simple pesimismo, sino de un realismo bien fundado. Cito a algunos de ellos:
El primero es el Papa Francisco que alertó en la Fratelli tutti: “estamos en el mismo barco, o todos nos salvamos o no se salva nadie”(nº 32).
El segundo, el formulador de la teoría de la Tierra como superorganismo vivo, Gaia, James Lovelock, cuyo último título lo dice todo: Gaia: alerta final (Intrínseca, Rio 2010).
El tercero es Martin Rees, Astrónomo Real del Reino Unido: Nuestra hora final: ¿será el siglo XXI el último de la humanidad? (Crítica, 2004); sobra el comentario.
El cuarto es Eric Hobsbawm, uno de los más renombrados historiadores del siglo XX , que al final de La era de los extremos (Companhia das Letras, SP 1995) dice: “No sabemos hacia dónde nos dirigimos. Sin embargo, una cosa está clara: si la humanidad quiere tener un futuro significativo no puede ser prolongando el pasado o el presente: si intentamos construir el tercer milenio sobre esta base, vamos a fracasar. Y el precio del fracaso, o sea del cambio de sociedad, es la oscuridad” (p. 562). Esta advertencia vale para todos aquellos que piensan la pos-pandemia como una vuelta a la antigua y perversa normalidad.
El quinto es el conocido genetista francés Albert Jacquard con su libro ¿La cuenta atrás ha empezado ya? (Le compte à retours a-t-il commencé? , Stock, Paris 2009). Manifiesta: “tenemos un tiempo contado, y a fuerza de haber trabajado contra nosotros mismos corremos el riesgo de forjar una Tierra en la cual a ninguno de nosotros le gustaría vivir. Lo peor no es seguro, pero tenemos que darnos prisa” (cuarta parte de la cubierta).
Finalmente, uno de los últimos grandes naturalistas, Théodore Monod en su libro Y si la aventura humana llegara a fracasar (Et si l’aventure humaine devait échoure, Grasset, Paris 2003) afirma: “El ser humano es perfectamente capaz de una conducta insensata y demencial; a partir de ahora podemos temer todo, absolutamente todo, hasta la aniquilación de la especie humana” (p. 246).
El proceso de la cosmogénesis y de la antropogénesis propiciaron también la emergencia de la fe y de la esperanza. Ellas son parte de la realidad total. No invalidan las advertencias citadas, pero abren otra ventana que nos asegura que “el Creador creó todo por amor porque es el apasionado amante de la vida” (Sabiduría 11,26). Esa fe y esa esperanza permiten al Papa Francisco hablar “más allá del Sol” con estas palabras: “Caminemos cantando, que nuestras luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos quiten la alegría de la esperanza” (Laudato Sì, nº 244). El principio esperanza supera todos los límites y mantiene el futuro siempre abierto. Si no podemos evitar el descontrol climático, podemos precavernos y disminuir sus efectos más dañinos. Es lo que creemos y esperamos.