Valera cuenta con un sinfín de cronistas que da gusto sentarse a escuchar sus historias, que no es otra cosa que el aporte de lo realizado en este tiempo y espacio a través de la historia de sus vidas, su cotidianidad en nuestra comarca, originándose con el devenir o el paso de tantos que al dirigirse a otras latitudes se quedaron a apostar por el futuro, tal es el caso de Jesús Alberto Acosta, el maracucho, próspero comerciante, quien llegó de tierras zulianas, por la década del 50 y se ubicó en el Mercado Municipal con un puesto de víveres y más tarde en el restaurante La Violeta, frente a la recordada Panadería la Vencedora -donde crecimos-, en la avenida 7 (hoy avenida Bolívar), acompañado por su esposa, una chejendina que conoció en Bachaquero y que recién había enviudado, Amelia Rosa Berríos, con quien procreó seis hijos: Jesús Alberto, Luis Enrique, César, Alí, Emiro y Amelia Claret, anexándoles las dos mayores: Rosa y Olga.
En esta oportunidad, dentro de ese dinamismo vamos a referirnos de los hijos del Maracucho y Amelia, a Luis Enrique, archiconocido como “Tato”, quien partió súbitamente a la Casa del Padre, dejándonos tantas historias en el tintero. Un auténtico cronista valerano, que recorría a trocha y mocha la ciudad.
“Tato”, vio la luz en la calle 16, en el año 1952, año de la dictadura perezjimenista, año de la muerte de Leonardo Ruiz Pineda y de la elección del trujillano más ilustre del siglo XX, don Mario Briceño Iragorry al Congreso de la República, en esas elecciones parlamentarias que ganó URD, pero tras el desconocimiento de los resultados adversos a la Junta Militar de Gobierno, don Mario se asiló en la Embajada de Brasil, luego se marchó al exilio en Costa Rica en 1953 y después en Madrid donde murió en 1958. Pero en Valera, “Tato” llegaba al mundo, de manos de una comadrona o partera, de esa calle 16, cuando era una vecindad con carretera de tierra y barro, había una fuente de agua o pluma pública donde se tomaba el agua para poder surtir las viviendas del preciado líquido. Su papá hizo una tubería anexa hasta su casa y su familia era de los pocos que gozaban con el servicio, no había cloacas, solamente existían tres accesos por el cementerio, el callejón Salinas “El quemador”, y una barra, donde se disfrutaba de cervezas. También, más allá subiendo por el sector de “La Floresta” estaba “el Arco Iris”, un aposento de lujuria y alcohol, con meretrices –al cual abordaremos en otra crónica- que formaban parte de la historia local.
“Tato” fue uno de los primeros pregoneros de periódico, tenía nueve años, de lunes a sábado, si vendía cada día 30 ejemplares se ganaba 3 bolívares y los domingo 4 bolívares, porque se vendían las revistas Élite, Momento, entre otras.
Tato era el curioso más destacado, referencia marcada en la Valera de ayer y de hoy, quién no lo conoce, quién no se consultó y se consulta, quién no sabía que él era “el loco o valiente” que construyó a las afueras de Valera, una de las primeras quintas de la urbanización del “Gianni”, donde vivió durante más de 40 años, que desde muy niño comenzó a trabajar para disfrutar de su esfuerzo. Allí comenzó en su nueva etapa, junto al recordado Luis Vagnoni, quien tenía el Auto Cine y el Auto Rancho, el Bowling y la Discoteca.
Él, “Tato”, es referencia de esa calle 16, una vez nos recordó a Benita Rivas y su puesto de periódico en la encrucijada del cementerio, a las Peñaloza: Luisa Nelly, Ilsa, las arepas de Eloína y de Paz, las cotizas de José del Carmen, que pagaba Bs. 2,30 por las grandes y 1,00 por las pequeñas, a quien les tejían las capelladas, del señor Melecio Rivera, Petronila, la de las Cabras, de los Camacho, de Hercilia Paredes, quien recogía toda la información e iba a la fuente, de los callejones: Briceño, Damasco, Salinas, donde se rentaban pequeñas viviendas y se compartía, en algunas ocasiones, el baño y la cocina, de Betty, quien fue estropeada por un carro y quedó con problemas mentales, de doña Elsa Salinas, quien fue la que donó el terreno para que se construyera la Iglesia San José, de cuando la entrada por la avenida 10 no existía y había que dar la vuelta o adentrarse por el cerro, encontrándose las casas de Los Vergara, de los González, -quienes en su mayoría murieron electrocutados- y de Adhemar Pérez.
Tato recuerda el camión Plymouth de su papá, de su trabajo con el abogado Rincón Lozada, donde conoció a “La Gata”, quien se encontraba en “el Arco Iris” con Antonio (El Bagre) Molina, cuando lo mataron, de Ramón (El Loco) Toro, de “Pildorín y sus sueños de beisbolista, “le conocí jugando más de una vez en el estadio Mario Urdaneta Araujo, en El Milagro, con el uniforme de «Proletarios” y era un excelente lanzador”, refería.
De sus tantos trabajos recuerda el de la peluquería, con Gabriela, con Clara Gemmato, con Noel Herrera y su salón El Parisino, y como a los 16 años comenzó a leer la buenaventura o desesperanza, a atraer o rechazar lo malo y lo bueno a los valeranos y foráneos, a través del humo del tabaco o de las cartas, ya en eso pasó los cuarenta años.
De los personajes asociales, recuerda a Ernesto, al “Chicuelo”… Pero se podía vivir en esa Valera, con precariedad pero teniendo en cuenta que podíamos ver un futuro promisorio. Era la Valera que se compraba con tres bolívares y sobraba: 1/2 kilo de arroz 0,50 céntimos, cebolla 12/1/2 una locha, 1 kilo de yuca 0,25, 0,25 de queso y una Orange Crush o grappe 0,25 las gaseosas de nuestra infancia. En la cantina de nuestro Grupo Escolar “Eloísa Fonseca” mi hermana Beatriz y yo comprábamos con un bolívar, cuatro tequeños (a locha) y dos refrescos (0,50) un real.
Hoy, Valera está triste, perdió a uno de sus hijos, que desde el anonimato se hizo parte de la historia popular. En mi casa, mi mamá Omaira, Beatriz y Juan Carlos lo echaremos de menos, con sus ocurrencias y genialidades, seguramente igual que en muchos hogares valeranos. Elevamos nuestras oraciones al cielo por su eterno descanso. ¡Paz a su alma!