Habían transformado su novela Vuelo nocturno —una inolvidable epopeya lírica sobre la aviación en el fin del mundo— en una película protagonizada por Clark Gable. Antoine de Saint-Exupéry era un escritor celebrado y reconocido pero había tenido que expatriarse de Francia por el rumor (hoy se diría fake news) de que había colaborado con Alemania, y la angustia por esa mancha de sospecha proscribía su felicidad.
Intentaba anestesiar su tristeza escribiendo largas cartas a los amigos del Viejo Continente, en cuyos márgenes o reversos dibujaba a un hombrecito de tirabuzones rubios, con alas o con bufanda, que decía con voz de niño lo que el adulto no se atrevía a decir. El principito no hubiera podido nacer hoy, porque el correo electrónico no permite los dibujitos ni los garabatos.
La escritura de su obra más famosa fue, por tanto, una fantasía escapista. En Estados Unidos se sentía como en una cárcel dorada y necesitó huir mentalmente de ella, en clave humanista, escribiendo y pintando simultáneamente las páginas de El principito en sesiones maratonianas. Una fábula más o menos filosófica, un libro infantil para todas las edades sobre un joven astronauta que viaja por el espacio sin necesidad de traje ni de nave interestelar.
Partió de sus recuerdos de Libia, donde tuvo que aterrizar forzosamente en 1935, de camino a Saigón. La deshidratación le provocó alucinaciones: eso es precisamente el discurso del principito rubio, una larga paranoia. A su compañero y a él los salvó un beduino en camello. Contó la historia en otros libros, pero esa versión estaba cargada de futuro porque era transversal y transmedia.
Ese es el secreto de su éxito. A Saint-Exupéry no le gustaba su propio dibujo: le resultaba demasiado esquemático e infantil. Pero ese libro —fruto de un encargo y publicado antes en inglés que en francés, hace exactamente 75 años— solo podía imaginarlo él. A su estilo intergeneracional y a sus temas universales (la infancia, el desierto, las edades del hombre, el propio universo) añadió, por tanto, un lenguaje paralelo también ajeno a cualquier frontera: el de la ilustración.
Medio siglo antes de que se acuñara la palabra “transmedia” y veinte años antes de que la imagen del Che fuera estampada en camisetas, Saint-Exupéry lanzó al mercado una obra menor en su trayectoria, pero que tenía una endiablada versatilidad. Era terriblemente adaptable y tenía un gran potencial en todos los medios de comunicación habidos y por haber. Porque en menos de cien páginas y a partir de una silueta icónica, crea ni más ni menos que un mundo. Un mundo que es pura elasticidad.
Es imposible llevar la cuenta de los libros, los musicales, las versiones teatrales, las adaptaciones radiofónicas y seriales y cinematográficas, los proyectos digitales y el sinfín de textos que derivan cada año de esa semilla plantada en 1943. Pero no hay más que ver las tres temporadas de la serie de animación europea de principios de esta década o la preciosa e inteligente película de 2015, dirigida por Mark Osborne, con una historia principal ambientada en nuestro presente (muy Pixar) y una adaptación literal de la nouvelle a modo de relato dentro del relato, para comprobar que su potencial sigue más vivo que nunca.
¿A los 75 años de su publicación se puede decir que El principito es un clásico de la literatura universal? Tengo mis dudas. Es un mito. Es un icono. Es una tienda de París. Es un parque temático. Es una colección de acuarelas originales que suman varios millones de euros en el mercado de las subastas. Es mucho más (o mucho menos) que un clásico: es una industria.
Pero al ser una obra publicada en más de 250 idiomas, nos recuerda sobre todo que un artista es incapaz de controlar la recepción de su creación. Saint-Exupéry también habló de su accidente en el Sáhara en sus dos obras más importantes: Tierra de los hombres y Ciudadela. Dos libros ambiciosos y extensos, pero que no reúnen las características que Italo Calvino imaginó para la literatura de nuestro milenio.
En efecto, El principito es una novela corta leve, rápida, incluso exacta en sus calculadas digresiones, que apuesta por una enorme visibilidad, múltiple y consistente. Pero sobre todo cumple con la séptima característica, la que añadió Ricardo Piglia: el desplazamiento o deslizamiento (la mejor ficción construye marcos en que el “yo” pasa su testigo, en que el “otro” habla con la fuerza de la verdad).
Mientras que en sus dos libros más monumentales la voz principal en el desierto es la del propio Saint-Exupéry, en su superventas inmortal el protagonismo lo asume esa vocecilla extraña, ese extraterrestre aristocrático que nos suena extravagante, sí, pero —camino ya de su primer siglo de vida— también raramente verdadero.