Sapzurro (Colombia), 5 sep (EFE).- Suben a las lanchas en grupos de doce, cargando niños en brazos y bolsas negras con sus pertenencias, en un rincón del Caribe colombiano, entre la selva y un mar turquesa de postal que marca una de las puertas de entrada a Suramérica, la tierra que abandonaron y a la que ahora se ven forzados a regresar.
Hace un año y cuatro meses que Josué Vargas salió de Venezuela, huyendo de la prolongada crisis económica, social y política de su país, con la esperanza de empezar «una mejor vida» en Estados Unidos.
El joven, hoy de 18 años, atravesó siete países en un mes hasta llegar a Ciudad de México donde esperó la respuesta a su solicitud de asilo por la aplicación CBP One que había creado el gobierno de Joe Biden. Pero todo se derrumbó en enero cuando Donald Trump asumió la presidencia, cerró la aplicación desde el primer día y lanzó su ofensiva migratoria.
Sin pasaporte y con los ahorros de vender fruta en México, Vargas decidió dar marcha atrás y en agosto emprendió el viaje de retorno con su mujer y padrastro, esta vez con destino a Bogotá, donde tienen un negocio familiar.
Desde la llegada de Trump, más de 14.000 personas —sobre todo venezolanas, según Naciones Unidas— han tomado rumbo al sur en un fenómeno conocido como ‘flujo inverso’, evitando esta vez cruzar a pie el tapón del Darién, una densa selva sin ley en la frontera entre Colombia y Panamá que, en la ruta hacia el norte, se convirtió en una de las travesías más peligrosas del mundo y que hoy Panamá mantiene prácticamente sellada.
«Fue una tortura, no se lo recomiendo a nadie», recuerda Vargas, «muchos muertos, personas heridas, pasando hambre».
La alternativa ahora es echarse al mar.
Bordeando el Darién
Al salir de México, Vargas y los demás fueron alternando autobuses y caminatas hasta llegar a la costa panameña. Allí guardaron su equipaje en bolsas negras para protegerlo de las olas y la lluvia, y pagaron cientos de dólares por un puesto en embarcaciones que bordean el Darién en mares a veces agitados, con riesgos latentes.
En febrero, una niña venezolana de ocho años murió ahogada en aguas panameñas al naufragar el bote en el que viajaba con otras veinte personas.
Desde Panamá, algunos migrantes toman la ruta por el océano Pacífico hacia la ciudad colombiana de Buenaventura, pero la mayoría, como el grupo de Vargas, salta de playa en playa por el mar Caribe hasta La Miel, una bahía de arena blanca y palmeras, último extremo panameño antes de entrar a Colombia.
En La Miel, EFE vio a decenas de migrantes recién desembarcados avanzar en fila, escoltados por militares, hasta el inicio de un sendero de escaleras resbaladizas que, en veinte minutos, conecta con Sapzurro, el primer caserío colombiano, accesible solo por mar o a pie.

Escala en Sapzurro
El grupo de Vargas es el segundo del día en llegar a Sapzurro, que forma parte del municipio de Acandí, en el Chocó, uno de los departamentos más pobres y olvidados de Colombia.
Al final del sendero los recibe una mujer que los cuenta. Anota 23 en una libreta: hay familias con niños y varios jóvenes que viajan solos. Mientras esperan instrucciones, Vargas descarga su gran mochila, los pequeños juegan con piedras y una mujer se enjuaga los pies descalzos en charcos.
Pronto aparece un guía y los conduce por las cuatro calles sin asfaltar de Sapzurro, con casas y hostales de madera y techos de calamina a oscuras por falta de luz.
En el muelle los esperan las mismas lanchas que usan los turistas para llevarlos al vecino caserío de Capurganá, mientras a pocos metros dos visitantes comen pescado y toman cerveza.
Solo de paso
Ese paso rápido por Sapzurro obedece, en gran medida, al temor de sus poco más de 570 habitantes de que el flujo inverso ahuyente el turismo, su principal sustento. Sapzurro había quedado fuera de las rutas hacia el norte, pero hoy ve pasar entre 50 y 150 migrantes diarios.
Para Enio Zúñiga, marinero y lanchero de 60 años, la bahía es el «tesoro» de la comunidad y protegerla su misión como presidente de la junta comunal. Bajo su liderazgo, los vecinos se organizaron para «apoyar» a los migrantes y evitar que se amontonaran en la playa.
Ese empeño los enfrentó con la Armada en abril pasado, cuando los lancheros de Sapzurro llevaron por mar a los primeros grupos hacia Capurganá.
Los migrantes «no querían caminar, y nosotros no podemos dejarlos aquí», explica Zúñiga, que recuerda la persecución de los marinos para decomisarles una embarcación: «Venían atrás, encima y nos hicieron unos tiros».
Ya en tierra firme, Zúñiga tocó la campana de la pequeña iglesia del caserío y reunió a la comunidad y las autoridades. Acordaron que los pobladores podían seguir transportando migrantes, siempre que garantizaran condiciones mínimas de seguridad y cobraran solo lo necesario para la gasolina, sin sobrecupo.
«No podemos negarnos a la migración, estamos en la frontera», dice Zúñiga, «no podemos rechazarlos porque son vecinos, la mayoría venezolanos».

Volver al punto de partida
La lancha en la que viaja Vargas zarpa de Sapzurro antes del mediodía y en quince minutos atraca en Capurganá. Allí pasan un control migratorio antes de abordar una embarcación más grande que, por 25 dólares cada uno, los cruza al otro lado del golfo de Urabá hasta Necoclí, punto donde muchos comenzaron con esperanza su travesía por el Darién o la «tragedia», como la llama Vargas.
Él hizo el viaje al norte con su mamá, que decidió quedarse en México hasta obtener su pasaporte y volar a Bogotá.
«Ella no quería pasar por esto», dice su hijo, y asegura que, pese a todo, no les fue «muy mal» en México y no descarta repetir el camino «si de aquí a tres o cuatro años se puede pasar normal en Estados Unidos».
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