Para mí, lo más importante que ocurrió el 23 de enero es que luego de mucho tiempo en el que la política local era previsible, ocurrieron varias sorpresas que pueden cambiar la historia o al menos colorearla. No me refiero a la previsible cantidad de gente que salió por todo el país a protestar. Más allá de que fue la manifestación nacional más grande que recordamos, por primera vez nutrida no solo en Caracas sino también en el resto del país, eso era de esperar. Lo que era sorpresivo y nuevo es que salieron masivamente siguiendo a un líder que les dio esperanza, luego de tantas decepciones, fracturas y vacíos que la alejaban de la oposición institucional.
Pero la otra sorpresa, en mi opinión positiva, es que es una esperanza inteligente (válgame Dios). No esa esperanza sobredimensionada de muchos eventos del pasado, donde esperaban, inducidos por las promesas falsas, poco menos que milagros, que luego solo los llevaba a grandes frustraciones. En esta oportunidad la gente no estaba esperando el fin súbito del poder de Maduro, sino el inicio de una lucha larga y compleja, con muchos riesgos y bloqueadores, pero definitivamente más efectiva que la planteada hasta ahora y, creo que tienen razón.
La otra sorpresa es que Guaidó se juramentara así no más, sin formalismos institucionales, ni convocatoria previa ni banda presidencial ni consensos políticos previos con los otros líderes claves y partidos clásicos. Simplemente decidió con los más cercanos que era el momento adecuado de hacerlo. Lo que sí tenía era la gente común que se lo pedía a gritos, mientras los políticos y los analistas más sofisticados, no dudaban del acto sino del timing. Para algunos no parecía el momento adecuado, pues se estaba arriesgando a plantear un conflicto de poder, en el que parecía tener todas las de perder, considerando que no controla el sector militar (el fiel de la balanza), más allá de los rumores y deseos de parrilla.
Pero la tercera sorpresa del día equilibró el juego. Fue la ruptura de relaciones con EEUU, en mi opinión, un error monumental de Maduro. Con ella, inexplicablemente, ahora incorpora a Estados Unidos en la batalla fáctica por el poder, cuando antes era solo un actor de respaldo internacional, basado en la estrategia de sanciones generales que buscan producir el colapso, bajo la tesis de que eso producirá también la salida de Maduro. Resulta que ahora ya no se trata solo de sanciones y presiones diplomáticas, que han tenido pocos resultados concretos en otros casos diplomáticos de la historia, como es Cuba, Zimbabue, Corea o Siria, sino de un dilema alrededor de lo que ocurrirá con el personal diplomático de ese país en Venezuela. Trump no puede ceder a la expulsión de Maduro, porque sería reconocer su ejercicio de gobierno. Y Maduro, por su parte, queda preso de hacerse el loco y no volver a mencionar el tema (y debilitarse y doblegarse) o expulsarlos ajuro (en un acto que se consideraría de guerra), presionando una intervención militar de EEUU para proteger a sus funcionarios y de paso resolver el problema político local. Eso no cambia el riesgo para EEUU de una intervención militar en Venezuela, pero el análisis costo-beneficio será diferente. Probablemente tendrá que tomar acciones que a ellos mismos sorprenderán. La presión internacional toma entonces un protagonismo total y por supuesto eso puede favorecer a la oposición, especialmente en términos de la presión a la implosión que puede resquebrajar al sector militar, una pieza que sigue siendo esencial. Como verán, muchas sorpresas juntas y todavía queda la última. El desenlace. Que al no ser claramente previsible, será de alguna manera también una sorpresa.