Las gotas se escapan por las frágiles manos que con trabajo tratan de enderezar los recipientes con los que deben emprender la marcha hasta sus casas para ayudar en la hazaña de conseguir y acaparar agua pese a la corta edad, algunos chapoteos que sortean los ojos descuidados de los adultos, de vez en cuando les regala una sonrisa, de esas que se veían antes en carnavales, cuando jugar con bombitas de colores, harina y hasta huevos era algo normal.
Rabia, impotencia y dolor son algunas de las emociones que pueden sobrevenir y que se quedan cortas después de más de 10 horas de intensa lucha por conseguir un poco del vital líquido, en un país donde- desde hace algunos años- la normalidad de los servicios básicos es solo un vago recuerdo. Debo confesar que un día antes de escribir estas líneas, las lágrimas corrieron por mis ojos luego de regresar a mi casa y ver que tras una extenuante faena cotidiana, había llegado al límite, o mejor dicho me habían llevado al límite, de no tener ni un vaso de agua para beber.
La pelea por el agua para los habitantes de Santa Cruz, una comunidad de Valera que suma más de un mes sin el servicio, valga decir interrumpido, de agua potable y cerca de 20 años con la calamidad a cuesta, comienza a diario desde la madrugada en una estación de bombeo que los habitantes de la urbe conocen popularmente como “el llenadero”, donde la ley del más fuerte se impone y el primitivismo junto a la lucha pueblo contra pueblo están a la orden del día.
Policías y efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana desfilan desde hace varios días por el sitio a modo de controlar la desesperación con un poco de miedo, a juzgar por las bombas lacrimógenas que recientemente tuvieron que usar. “Tienen que conformarse con 500 litros por familia que les vamos a dar”, suelta uno de los concejales oficialistas que hacen vida en la ciudad, como si el agua se tratara de un capricho del que se puede prescindir.
Los más privilegiados con los viajes de los camiones cisternas “de colaboración” y hasta con los del Gobierno son los ciudadanos que tienen la marca, esa que no se ve pero que algunos llaman “rojo, rojita”, los demás muchas veces deben regresar a sus casas extenuados e impotentes con la estampa del agua que se despilfarra entre las válvulas aisladas que se muestran a simple vista en “el llenadero”.
Los que aguardan en la comunidad junto a la hilera de pipotes que adornan las calles no la tienen menos fácil, los desatendidos rápidamente tejen el ardid para impedir el paso y secuestrar uno de los camiones a modo de conseguir algo del preciado elemento. La lucha pueblo contra pueblo muestra su peor cara: gritos, insultos y hasta amenazas de agresión flotan en el ambiente entre los que llevan el camión escoltado y los que desean hacerse de la presea.
Un intento, dos intentos fallidos, las promesas falsas de un dirigente local y la de un jefe policial en segundo orden le abren paso al camión. A la tercera va la vencida, los afligidos capturan el vehículo, el tanque cisterna se queda corto ante la “chorrera” de baldes. Pero la tarea no ha terminado, los achaques por el rosario de calamidades que hoy en día padece el venezolano de a pie, incluyendo la mala alimentación, deben quedar de lado, comienza a caer la noche, la misma que acompaña la procesión que carga el agua hasta el interior de sus casas.
“¿Quién se cree él? El que tiene estrellas soy yo, que saque su pipote a la calle como los demás, ¿No está? Bueno el interesado es él, ¿Cómo no dejó una monja o una cosa de esas?”, expresó un el jefe policial en el último viaje, visiblemente estresado pese a la penumbra, para referirse al párroco de la localidad. Mientras hubo más de uno que le tocó regresar a su casa con el balde vacio y la resignación bajo el brazo, en espera de tener mejor suerte en la próxima jornada del siguiente fin de semana.