Este 6 de Enero, además de estar consagrada a epifanía de reyes, resultó una jornada de atención globalizada por los acontecimientos que se sucedieron en ese escenario de tanta referencia mundial por el poder que desde allí emana, en especial desde los últimos 100 años. En efecto, ese día en Washington DC, la capital de los Estados Unidos de América, -la superpotencia mundial en lo militar, tecnológico, económico-financiero y con el “destino manifiesto” de dominio sobre gran parte de las naciones del planeta tierra e incluso más allá-, una multitud “convulsiva” de ciudadanos de ese país, -haciendo ostentación de su determinación armada, no sólo con armas para la guerra, sino sobre todo con la furia de su rabia y el ardor fanático del performance con sus símbolos de poder-, irrumpieron en el Capitolio Federal sede del Congreso de esa nación, -en una suerte de “insurrección” motivada por un real o aparente “fraude electoral”-, contra un acto de ese cuerpo legislativo relativo a la certificación de los resultados electorales en los diferentes Estados federados, donde se declararía el triunfo del candidato, distinto al presidente en ejercicio y candidato en esa elección. La multitud logró penetrar con violencia en la sede del Congreso, crear una situación general de confusión y pánico, con complicidad manifiesta en algunos funcionarios del orden, provocar la muerte de al menos 4 personas, heridos, destrozos de bienes públicos y también, interrumpir el acto del congreso, así como mostrar el rostro del odio y la “arreche-furia” de los seguidores del candidato perdedor, quien públicamente les convocó, arengó y luego de la violencia les expresó “¡ sé cómo se sienten con este fraude electoral !”.
En efecto, en las elecciones presidenciales de los EEUUA, ocurridas en noviembre del pasado año, donde hubo una fuerte votación para los dos candidatos a presidir el poder Ejecutivo de ese país; fueron los grandes medios de comunicación con el auspicio de importantes factores del poder real y el “establisment” en esa nación, quienes proclamaron la victoria de Joe Biden sobre Donald Trump. Desde noviembre 2020 hasta la fecha de esta “convulsión” contra el Capitolio, el ganador y sus seguidores estuvieron en pausa de celebraciones, mientras el perdedor y sus seguidores hacían pública denuncia de fraudes en el proceso eleccionario.
Más allá de la gravedad de los sucesos del 6 de enero de 2021, que determinaron el establecimiento del toque de queda en Washington DC, de la intervención de las policías y de la Guardia Nacional, de la pluralidad de delitos, muertes, heridos y detenidos, así como también de los perseguidos con orden de detención y promulgación de bando público con oferta de recompensa a quienes den información para su localización y captura; y más allá de las paradojas que tales hechos traen con relación a eventos electorales de estos años en diversos países, de manera especial de nuestramérica, entre ellos Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Paraguay, Honduras y de manera destacada Venezuela donde se ensayan y ensañan procedimientos constantes y crecientes de intervención del “destino manifiesto de los EEUUA”, sus agencias y agentes, que han sido factor clave para violencias y la alteración de la voluntad de los pueblos en sus determinaciones electorales y sus destinos nacionales; las manifestaciones en la capital de ese país nos impulsan a la reflexión con la intención de comprender sobre aspectos de la globalización que han venido desarrollándose en múltiples espacios del planeta e inducen a pensar y considerar el establecimiento de una nueva connotación de la geopolítica: “la geografía de la furia” como la denomina el escritor Arjun Appadurai en una obra publicada el 2007 por Tusquets Editores S.A que se denomina “El rechazo de las minorías- Ensayo sobre la geografía de la furia”, la cual recomiendo a los interesados.
El atentado del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, que significó la caída de las torres gemelas y otras edificaciones, así como la trágica muerte de varios miles de personas, con el atónito asombro general y la insistente difusión repetitiva de las imágenes en los momentos más emotivos del evento, contribuyeron a crear un clima de temor e inseguridad, todo lo cual sirvió a la élite de poder para el propósito de impulsar la cohesión interna en la sociedad de los EEUUA, atender a la necesidad de identificar el “enemigo externo”, elemento clave para establecer el compromiso pleno al interior de esa sociedad y salir al mundo para imponer las “acciones bélicas preventivas” como defensa y recuperación de su seguridad interna. La novedad fue que a diferencia de los tiempos de la “guerra fría”, el terrorismo como enemigo común, no estaba centrado en otro país o potencia en el exterior, sino que estaba globalizado; el terrorismo no es uno sino múltiple y actúa en redes que trascienden la acción individual de quien ejecuta el acto que causa terror; tiene presencia en diversos espacios, incluido su propio territorio, con lo cual el miedo se alimenta de nuevas incertidumbres en la ansiedad por identificar a ese “otro distinto” que nos impide el sosiego de vivir entre iguales, al que culpamos de nuestro “mal-estar”; se hace propicio el rechazo para el otro distinto por su nacionalidad u origen étnico o “raza”, su inclinación sexual, su género, su cultura, sus creencias, la vuelta al reciclado discurso racista, machista, primacista, que desarrolla fanáticos de la xenofobia, la homofobia, la aporofobia (rechazo a la pobreza) y les convoca, organiza y desata violentas jornadas de furia para eliminar esa “minoría” que trastorna la existencia de quienes se perciben como “mayoría”. La violencia con impiedad se ha mostrado a lo largo de la historia del mundo, pero en las últimas décadas, con esta globalización creciente, se hace más evidente y con semejanzas en sus prácticas.
Aquel 11 de Septiembre del 2001, concluyó un período, que el premio nobel de economía, Josept Stigliz llamó “los felices noventa” en una obra suya con ese título; cuando la disolución de la Unión Soviética, la intervención de la unión europea por medio de la Otan, en el proceso de desintegración y destrucción de Yugoslavia; la presunción del fin de las ideologías y el “fin de la historia” como lo escribió Francis Fukuyama; la implantación de las directrices económico-financieras del consenso de Washington, les permitió presentarse como un mundo unipolar que alineaba a todos en las determinaciones que producía el encuentro anual de las cabezas políticas visibles de las potencias occidentales y las no visibles de las Corporaciones del mercado multinacional.
Había sido un momento estelar de la hegemonía de los EEUUA y sus aliados europeos, quienes con la caída del muro de Berlín y los países del Este, compartieron el regocijo del gran capital y la prensa de los negocios, porque “el creciente desempleo y la pauperización de grandes sectores de la clase trabajadora” mostraban su disposición para “trabajar jornadas más largas que sus colegas del Oeste, por salarios un cuarenta por ciento (40%) menores y con menos prestaciones”; “Europa podría entonces imitar el modelo americano, donde la declinación de los salarios reales en la época de Reagan hasta el nivel más bajo en las sociedades industriales avanzadas (descontando a Gran Bretaña) fue un “grato acontecimiento de magnitud trascendental”. Con las ruinas del comunismo en un papel parecido al de México, ahora las ventajas también llegarían a Europa, acercándola al modelo de Estados Unidos y Gran Bretaña”, como nos lo escribe Noam Chomsky en su libro “Hegemonía o supervivencia – El dominio de los EEUU”, publicado en castellano por el grupo editorial Norma en el año 2004.
Los EEUUA se conforman en una federación que contiene contrastantes realidades desde su constitución como nación y con las exigencias que sus “padres fundadores” incitaron en su visión de destino manifiesto para su existencia política y social, que la hacen tejer una historia cargada de diversidades y también, de fundamentalismos, exclusiones y eliminación de minorías. Las dimensiones de su territorio, los grupos sociales que la han conformado, la atracción que, -en especial su economía-, suscita en migrantes de todas partes del mundo, junto a la estructura del establecimiento de una élite supremacista de poder con un sistema de concentración creciente del dominio político-militar y económico-financiero mientras se incrementa y dispersa la pobreza y el mal-estar en la mayoría de su población, se nos presenta como una realidad muy compleja e incluso monstruosa, como la calificó José Martí al tiempo de vivir en ella: “conozco al monstruo porque he vivido en sus entrañas”. Esa frase ha servido de inspiración para un enjundioso estudio crítico de la sociedad estadounidense realizado por el profesor Vladimir Acosta titulado ”El Monstruo y sus Entrañas” publicado por Editorial Galac en el 2017, el cual recomiendo ampliamente para acercarse a la comprensión de esa realidad social.
“La violencia y sobre todo la violencia extrema y espectacular, es una manera de producir ese tipo de certeza que moviliza al compromiso pleno” nos apunta Arjun Appardurai. Sobre todo cuando las emociones derivadas de la incertidumbre social se juntan con otros temores: el crecimiento de la pobreza y la desigualdad, la pérdida de la soberanía nacional, las amenazas a la seguridad, a los servicios públicos y demás medios de vida en la zona donde se habita. Debemos de seguir conversando sobre este tema porque el fenómeno es global, y se inscribe dentro de los caminos de la psicopolítica con el desarrollo de la sociedad de la transparencia que el mundo digital ha acelerado vertiginosamente, donde una tecla nos integra en el confort con lo que nos gusta o nos permite eliminar lo que nos contraría, lo cual deriva hacía conductas individuales y sociales que este confinamiento planetario nos plantea con sus incertidumbres sobre nuestro destino vital como humanidad sobre la Tierra.
Casatalaya, Caracas, enero 2021