Visión reduccionista que nos ha impedido hacernos de una comprensión integral de la situación o del estado de la sociedad venezolana. De eso que, los analistas políticos, que se han ocupado de estudiarnos, con suma facilidad han dado en llamar crisis. Categoría de análisis que tiene su origen en la praxis médica y que los cientistas sociales han tomado prestada de ella para definir las disfunciones sociales.
Lo que, en algunos casos, ha determinado que frente a cualquier problema de la sociedad hablemos de crisis, sin importar la dimensión de éste. Las denominan como estructurales, pero no han atinado en definir cuáles son los cambios estructurales requeridos para superarla. Otros las han definido como situaciones coyunturales, y las “recetas” que han propuesto para su superación han sido “tratamientos” cortoplacistas e inmediatistas. Y, por si ello fuera poco, el economicismo ha colocado una venda que impide verla como una mutación desde un momento de “enfermedad” hacia otro donde ocurran y desarrollen procesos y situaciones distintas.
Situación ésta que ha conducido a tenerlas como insuperables. Por ello, se les ha sobrestimado. Hay quienes la presentan como una situación catastrófica, casi apocalíptica. Por lo que, en absoluta correspondencia con el significado etimológico de la palabra moral, del latín mores, es decir costumbres, en Venezuela se ha sido consecuentes moralistas a la hora de analizarlas.
Pero, el problema no es moral, es ético. Por lo que, hacernos de una conducta ética frente a la crisis significaba formular un análisis que, partiendo de la comprensión de lo que éramos, nos permitiera establecer con precisión su génesis. Es por ello que, nos resistimos a seguir explicándola sólo a partir de razones económicas o políticas, no por que no sean importantes, solo que son insuficientes.
En tal sentido, una visión diferente en el estudio de la crisis vivida nos condujo a reflexionar sobre los valores y normas que permitieron fraguar nuestro ethos cultural. Establecer, por ejemplo, que razones explican que en nuestro proceso sociohistórico no pudieran funcionar concertadamente los actores individuales y las instituciones en la formulación de proyectos colectivos; por qué se internalizó con tanta fuerza el “familismo amoral criollo”; por qué existió un vacío normativo tan acentuado que instituciones, de tanto arraigo universal, como la familia, el trabajo, la educación, la iglesia, las fuerzas armadas, los partidos políticos, el poder judicial, etc., llegaron a alcanzar tan elevado grado de precariedad institucional.
Pues bien, definirnos como país petrolero no es ningún pecado. No sigamos flagelándonos con el mito de que no hemos sembrado el petróleo. No sigamos haciendo de la renta petrolera nuestro minotauro. Tengamos presente que la renta petrolera tiene su legitimación, no en su origen, sino en su destino. Y que, durante estos veintidós años de Revolución Bolivariana, la distribución equitativa que hemos hecho del ingreso petrolero es lo que nos ha permitido poner en ejecución, con tanto éxito, las Misiones y Grandes Misiones Sociales. Que, a pesar de todos los planes de desestabilización que se han ejecutado contra ella, incluido golpe de estado, guarimbas, intento de magnicidio, invasiones, bloqueo económico y medidas coercitivas unilaterales, hemos logrado vencer esos obstáculos que no son poca cosa. Y, ello ha sido posible porque somos un país petrolero.
Por eso decimos que debemos pensarnos de otro modo. Sin estigmas. Pensarnos dialécticamente. Sin avergonzarnos de los errores cometidos, ni de las insuficiencias que aun tengamos. No olvidemos que una Revolución es una construcción permanente. Que tiene su estar siendo y su dejar de estar siendo. No olvidemos que: “… Solo cuando irrumpe el ocaso levanta su vuelo el búho de Minerva”.